[field_foto_galeria_portada]
Ir

La moral del tiburón

Es Jorge Lanata.
 Con su paso típico de pingüino –simpático, ladeado, pendular–, Lanata sube a recibir el premio.
Esta moral de época está extendida poderosamente por diversos espacios en toda la sociedad, solo que en muchos casos, si se observan solo los dichos y no los hechos, puede aparecer recubierta con retóricas pertenecientes a otras tradiciones.
Tipo de Nota: 
Información

La moral del tiburón

Palabras clave
Historia completa Temas clave

Se define como “liberal” a la manera norteamericana y domina el rating de los domingos con un show periodístico que mezcla humor y denuncias de corrupción. Portador de una moral de época, Jorge Lanata confía en su capacidad individual y busca, a cada instante, el reconocimiento. Reniega del microclima y de la opinión pública: sólo le importa que los que miran TV –“el pueblo”, dice él- lo quieran. Odiado por los mismos que lo admiraban cuando era director del diario Página/12, sostiene que todos cambiaron menos él. El cronista Pablo Perantuono y el sociólogo Lucas Rubinich construyen el perfil del hombre que se convirtió en la principal espada del Grupo Clarín para enfrentar el “relato” del Gobierno.

Por: Pablo Perantuono / Lucas Rubinich 

Ilustraciones: Florencia Gutman

Martes 23, octubre, noche de calor en la ciudad. El hotel Intercontinental se llena de trajes, tacos altos y champán: es la entrega de los premios Eikon, una de las tantas veces que la industria de la comunicación institucional se celebra a sí misma y a la que asisten los voceros, gerentes y representantes de muchas compañías locales que llegaron hasta allí seducidos por la idea de hacer lo que mejor hacen: conversar, reír y relacionarse, sin la solemnidad de la oficina sino con música de fondo, cierto hedonismo visual y un ambiente más laxo. En esta edición hay un galardón especial: se premia al comunicador del año. Nadie sabe para quién es. Nadie sabe quién integra la terna, ni quién o quiénes votaron. Se hace silencio. Anuncian al ganador. Es Jorge Lanata.
Con su paso típico de pingüino –simpático, ladeado, pendular–, Lanata sube a recibir el premio. El aplauso es contundente, extendido. El ambiente tiene un aire amistoso: gente a la que le va muy bien que premia a otra gente que le va muy bien. ¿Quién podría pensar que allí, en ese espacio en el que la elegancia se manifiesta tanto en la vestimenta como en los modales, en ese territorio gentil en el que el mercado consagra a sus mejores intérpretes, alguien pudiera interrumpir esa corriente de celebración?
Cuando se apaga la ovación, cuando se hace el silencio adecuado para que el homenajeado mire a la platea y devuelva gentilezas con palabras certeras demostrando una vez más que sí, que él es un gran comunicador, un tipo puro carisma que nació para intervenir los sentidos de la gente, surge, solitario pero convincente, un único silbido que corrompe la mágica unanimidad del momento. Lanata lo escucha, claro que lo escucha. En rigor, todos lo escuchan pero se desentienden. O tratan de hacerlo. Se hace un silencio.
¿Qué hará el inefable hombre de la tele?
¿Se hará el boludo o se hará cargo de ese solitario abucheador?
— Gracias por el premio. Este año yo hice el programa para perder el miedo, por eso tengo una pregunta: ¿quién silbó?
Las damas se atragantan con las papas. Los gerentes, nerviosos, aprietan sus puños dentro de los bolsillos de sus pantalones. O sorben, algo perturbados, el rico espumante que sirve el personal. 
— ¿Quién fue?
Una incomodidad del tamaño de un shopping se adueña del lugar. El silencio es feroz.
—Yo —dice un joven con mirada desafiante.
— Silbá de nuevo, dale —lo arenga Lanata, vestido con un traje gris, desde el escenario.
— Bueno.
El muchacho, de unos 35 años, silba de nuevo. Silba con ganas.
— Gracias. ¿A quién votaste?, pregunta Lanata.
— A Cristina.
— ¿Te animás a silbar acá adelante?
— Si querés voy…

***

—Yo quiero que me quieran. Hago lo que hago porque quiero que me quieran — dirá Lanata días después, sentado frente al escritorio de su piso 17 de Avenida del Libertador, desde donde se aprecian las estribaciones de la Ciudad y la inmensa oscuridad del río.
“Quiero que me quieran”, dice con la aspiración legítima de alguien que, por su condición de periodista exitoso, necesita que franjas importantes de televidentes o lectores acuerden con su propuesta. Ese reconocimiento del público lo transformó en mercancía deseada por los distintos mundos empresariales.
La cultura de movilidad social ascendente ha poblado la sociedad argentina de personajes buscavidas, hechos a sí mismos, tipos cool con monitores sensibles a diagnosticar en qué cancha se está jugando y con qué ventajas se cuenta. La idea básica es “salir adelante” y para hacerlo, como dice Lanata reivindicando su espíritu emprendedor: “no hay que ser un simple empleado”. Hoy, la hegemonía de un individualismo pragmático atraviesa todos los espacios sociales y políticos, dejan más crudamente al descubierto ese “salir adelante”.
Experto en el arte de la provocación, Lanata lanza frases que son alaridos de audacia y libertad. Frases que tienen fuego, pero no siempre llegan a destino. Que suenan muy bien, pero a veces se consumen entre la vacuidad o el desaliento. Como sucedió cuando le dijo al joven que lo silbó en la premiación que pasara al frente. Que lo hiciese delante de todos. Fue Lanata mismo quien lo desalentó al comenzar a hablar sobre los peligros de callarse, de no animarse a decir lo que uno piensa, de quejarse, y un largo etcétera. Cuando el público se quiso acordar, Lanata, bajaba del escenario bañado en aplausos.

Cigarrillo en mano, con sus galardones detrás: los premios Konex y Eter, los once Martín Fierro colgados de la pared de su bunker, ensaya algunas explicaciones posibles para tratar de entender el lugar que viene ocupando para cierto sector de la sociedad.
Lanata: una especie de enemigo público carente de potestad. O algo así como el líder bizarro de una oposición inexistente, al que algunos abrazan como si fuera una palpitante esperanza de cambio y otros castigan —o silban— por haberse convertido en algo inesperado.
El rasgo de la época se condensa en la exuberante humanidad de este hombre que, tras la decepcionante experiencia del diario Crítica, tras dos años de ostracismo televisivo, tras bajar 20 kilos, empezar a dormir mejor y abandonar un departamento alquilado del Palacio Estrogamou ­compró un ostentoso piso en retiro y hoy domina el rating de los domingos con su show periodístico. Un tipo que se autodefine como “liberal” —a la manera norteamericana— y que, en un mundo con rasgos decadentes, despierta pasiones y revuelo donde pisa y pasa, sea una premiación del establishment local o las elecciones venezolanas.
— Yo no tenía ningún otro canal dónde ir. Y entiendo que me ataquen por eso, porque soy peor enemigo en el canal 13 que en el 4 de Quemú Quemú. Ahora, a mí lo que importa es qué tipo de programa hago. Y para mí, PPT es Día D con plata. No es distinto a Día D. No estoy haciendo nada que no tenga ganas.
Desde que se convirtió en la espada más importante del Grupo Clarín, el personaje Lanata cambió nuevamente su significación. A los 26 años, fundó Página/12, unido a un notable colectivo de editores, columnistas y escritores que hoy no se sentarían a la mesa con él: no lo nombran ni lo invitan cuando el diario celebra sus cumpleaños. Pasó de ser un joven trepidante, lúcido y ambicioso a sumarse, como afirma una ex compañera de ruta, a las filas del monstruo que en algún momento él quiso destruir.
Él se defiende con un pretexto sencillo, y compatible con la cultura del buscavidas exitoso
— ¿Me puedo ir de donde estoy? Sí. ¿Me importa dónde estoy? No. Me importa tres carajos.  

***

Noche de domingo en Canal 13. El estudio principal es una romería de público, asistentes, grúas, cámaras y técnicos. El aire se llena de electricidad. Está por empezar PPT, el programa insigne que empuña el Grupo Clarín para horadar el Relato del gobierno. Se acerca el 7D, es un fin de año clave para el 13 y Lanata, que llegó dos horas antes para maquillarse, cortarse el pelo y hablar con el equipo de producción, viste una camisa estampada con flores diminutas, un jean canchero y un saco no menos cool. Si hay algo que siempre tuvo, además de sacos, relojes caros y camisas, fue saber rodearse de periodistas sólidos. En su momento estuvieron con él Ernesto Tenembaum, María O’Donnell, Marcelo Zlotogwiazda u Horacio Verbitsky. Hoy se destacan Luciana Geuna y Nicolás Wiñaski, todos ellos surgidos de la gráfica, el rubro que para Lanata funciona como la única y legítima división formadora de la profesión.
Uno de los temas dominantes de la semana fue el cambio de edad para el voto obligatorio, de 18 a 16 años, una medida impulsada por el gobierno que, de acuerdo a las débiles especulaciones de los que están a favor o en contra de la iniciativa, sería beneficiosa para el oficialismo. Lanata entrevistó a cinco chicos de 16 de distintas clases sociales. En una villa, en un barrio cerrado, en un cómodo departamento de Palermo, en otro más austero y en una casa humilde. Mientras el informe está en el aire, Lanata se queda en el estudio solo, fumando en penumbras. Durante la primera hora, el programa no tiene tandas publicitarias. El rating, que se mide minuto a minuto a través de un monitor ubicado en el control central, va creciendo a medida que transcurre el show, superando los coletazos de la altísima medición que dejó el partido de River en Canal 7 (casi 40 puntos) y que el otro show de esa hora, 678, no pudo conservar. Esa noche, gracias al trabajo de Lanata y de su equipo, que además de informes periodísticos incluye la intervención de una modelo sueca y de un imitador de Aníbal Fernández que parecen escapados de un programa de covers de Sofovich, Canal 13 volvió a disputar la punta de la audiencia.

Más tarde, Lanata dirá, pragmático, que lo que lo une a Clarín no es amor sino pura conveniencia.
Ni bien salió al aire, el programa de Lanata fue atacado con furia por el grueso de los medios que no pertenecen al Grupo Clarín. Al margen de la crítica lógica y sistemática de las publicaciones que orbitan al calor del gobierno, buena parte de la “intelligentzia” mediática se lanzó con pasión a diseccionar PPT. En la edición de mayo de la revista Rolling Stone (que alguna vez lo colocó en su tapa con el título “Toro Salvaje” en una nota en la que su por entonces director, Víctor Ghitta, contaba que Lanata había sido uno de sus consultados a la hora de “pensar” la revista), Esteban Schmidt escribió: “Si el periodismo está hecho de urgencia, irresponsabilidad y pálpito, Lanata lo vuelve disciplina olímpica. (…) A menor autoestima de una audiencia, mayor es el éxito del bufón. Prueben con amigos idiotas, mírenlos reír”.
Otro mensuario similar, Los Inrockuptibles, también publicó una reseña lapidaria, escrita por Juan Becerra, ensayista y ex columnista de Crítica: “El talento de Lanata para la simplificación y el aforismo, recursos que hicieron de las viejas tapas de Página/12 verdaderos territorios de sentido concentrado, sigue basándose en dos grandes pilares de la comunicación (y la publicidad): el lugar común y la insistencia”. 
— No leo nada de lo que dicen de mí. Es más, (Luis) Majul está escribiendo un libro sobre mí. Le dije que contara todo. Que no le tenía miedo. Y ya sabe que no lo voy a leer.
Buena parte del vértigo vital —o mortal— que acompañó a Lanata durante años está reflejado en la biografía que el periodista Luis Majul publicará en los próximos días.
El libro  —promete Majul— se ocupará de los excesos, mujeres, desesperación, peleas e intentos de suicidios. De acuerdo a Majul, Lanata se quiso matar dos veces; la primera a mediados de los ´90, en el momento de mayor consumo, cuando la cocaína era la banda de sonido de esa década, cuando Lanata aspiraba a todo y casi se queda sin nada.
—La vida duele —dice Lanata, y en esa confesión viaja parte de la explicación a aquel consumo frenético: la cocaína como un colchón blanco que sirve para atemperar las angustias (la acechanza de la muerte) y las presiones (la gloria personal).
—En principio —dice Majul—, yo le dije que quería financiarle su autobiografía. Él lo pensó, para finalmente decirme que había llegado a la conclusión de que había un tipo ideal para escribir su biografía, porque era un hijo de puta, pero un hijo de puta que iba a hacerlo en serio. “Sos vos, Luis”, me dijo.

***

La trayectoria de Lanata, de acuerdo a las miradas circulantes, ha dibujado una elipsis con un par de curvas algo paradójicas. Con toda la mitología que se crea alrededor de cualquier cosa más o menos exitosa, aquella aventura de Página/12 fue una experiencia que guardaba en sus pliegues todos los ingredientes adecuados de las causas nobles: desenfado, textos de autor, nuevo lenguaje, progresía, contratapas gloriosas, honestidad intelectual, Madres, contracultura y la imaginación al poder. Fue el mayo francés de los diarios argentinos. Y Lanata era para los jóvenes que descubrían y disfrutaban de ese clima democrático una especie de Danny El Rojo o, quizás, un héroe periodista liberal de película norteamericana. No había un solo estudiante de periodismo o de Ciencias Sociales que, seducido por la romántica propuesta que Lanata, Soriano y compañía encarnaban, no quisiera trabajar allí.
¿Cómo era ese Lanata del alfonsinismo crepuscular? ¿Un cazador oculto que se comía la actualidad a golpes de apetito y audacia? ¿O, por sobre otras características, un advenedizo que se supo rodear de próceres de la pluma y utilizó eso como plataforma de despegue? Como cualquier otra, la historia viborea entre las complejidades, los mitos y los hechos.
—El diario llevaba su impronta, su cosa audaz, creativa y divertida; no era una insolencia casi puramente agresiva, populachera, como en el último tiempo. No hay una ecuación simple que resuelva el meritómetro sobre el éxito de Página —dice Eduardo Blaustein, compañero de redacción en Página.
Blaustein recuerda que Lanata dejaba parte de su vida en el diario: cuando notaba que el diario “se repetía” se angustiaba y hasta se quebraba. Y dice también que no todo fue mérito de Lanata: el diario se impuso por el peso de las firmas de periodistas prestigiosos y el trabajo cotidiano de toda una muchachada veinteañera y de las generaciones precedentes.
Pasaron 25 años. Hay algo en esa peripecia que, de acuerdo a sus críticos, encierra suaves “traiciones” o abdicaciones paulatinas, desde lo que podría leerse como una ambición algo desmedida de protagonismo, que incluyó una aparición en el teatro de revistas, pasando por una rigurosidad periodística no tan consistente, hasta la conversión de 2012: para escándalo de los admiradores de antaño, Lanata se transforma en la bestia negra, una suerte de Darth Vather del grupo al que el mundo kirchnerista llama “la Corpo”. 
—¿Y ustedes quieren que yo me haga cargo de las expectativas de la gente? —pregunta Lanata.
— No, estamos tratando de pensar y entender a un referente que se convierte en un tipo criticado por buena parte de sus colegas y por un sector del ambiente que antes lo admiraba.
— Yo no me hago cargo de lo que los que me critican quieren de mí. Tal vez ustedes tienen más contacto y saben lo que yo soy en el microclima periodístico, y yo tal vez tengo más contacto con la calle, y me doy cuenta de lo que soy ahí. Yo laburo para la gente de la calle. En cambio, el microclima son 15 mil tipos que están alrededor de los medios, de la política, de algunos sectores de poder.
Lanata divide al público en tres. En primer lugar: el microclima, el mundillo de los periodistas e intelectuales y los lectores que interactúan con los medios; después la opinión pública, los que compran diarios; y por último, el pueblo, los que sólo miran televisión. Este último grupo, según Lanata, lo quiere, lo ignora o lo odia.
— Yo no puedo hacerme cargo que un estudiante de Comunicación pensaba que yo era no sé quién. Ya de por sí, uno obedece a todo el mundo desde que es chiquito. Vas creciendo y vas ganando libertad. Si obedeciera el deseo de los otros sería Tinelli.

Más que ideología, lo que hay en esas frases es un dar cuenta de maneras de hacer. Estrategias de acción internalizadas que pueden formar parte de un corpus cultural ideologizado en el sentido clásico, o como ocurre en las últimas décadas con las crisis de grandes relatos, relaciones con climas culturales.
Las palabras de Lanata reivindican la libertad individual sin cuestionamientos a las estructuras fundantes del status quo, sostenida en los años de la apertura democrática en una sensibilidad antiautoritaria producto de la experiencia del Terrorismo de Estado.  Ante la crisis de los relatos políticos clásicos, el individuo queda en el centro de la escena.
En este presente, el olfato y el sentido práctico internalizado de Lanata, le advierten que en la cultura periodística contemporánea (marcada por la denuncia y el show, con sectores medios conformadores de la llamada opinión pública sin representaciones políticas fuertes) el papel de oficialista o cercano al oficialismo resultaría un espacio carente de excitación o de reconocimiento.
Es ese olfato el que lo hizo adoptar sin vueltas una estética puramente televisiva predominante —tanto en programas oficialista como opositores— para llenar el vacío en términos de espectáculo de una oposición no argumentativa.

***

—El siempre quiso derrocar a Clarín. Pero, por otro lado, también siempre quiso ser masivo y no tenía muchas opciones. Se dio una coyuntura favorable para esto — dice, actualizando el espíritu de época, María O’Donnell, una periodista surgida en Página/12 que hoy conduce un programa diario en radio Continental y que supo formar parte de los equipos de Lanata.
O’Donnell no duda en calificarlo como “el mejor editor y el mejor comunicador desde la vuelta de la democracia”. La periodista asegura que el fundador de Crítica es un tipo “muy generoso” que “ha dado muchas oportunidades”.
Aunque lo criticó con dureza cuando —en una de sus tantas peleas mediáticas— Lanata acusó a la legisladora Gabriela Cerutti de haber tenido amoríos con políticos cuando trabajaba de periodista.
Como en tantos otros grandes editores, la desmesura es parte del ADN de Lanata, tanto para la gloria como para el derrape individual o colectivo. Su cuerpo, sus gastos y su comportamiento han tenido al exceso como compañero de ruta. En Crítica, su última experiencia en diarios de papel en un mercado que daba claras señales de saturación, pretendió montar una redacción con sueldos por encima de la media. Obcecado, según  su autodefinición acostumbrado a nadar contra la corriente (dice: “Soy una falla del sistema”), Lanata armó un diario que se hundió en un océano de indiferencia y tristeza. La gente no se conmovió con lo nuevo que él y Caparrós tenían para ofrecer. Lo que para 1987 —con Página/12— era sexy, desenfadado y transgresor, para 2008 ya era parte del status quo: los otros diarios habían tenido 20 años para pintarse los labios, aggiornarse, aprender a seducir. Y a diferencia de lo que sucedió en Página, donde según O´Donnell, Lanata tenía un trato horizontal con la tropa, en Crítica apenas se dejaba ver, delegando las decisiones y en los jefes. El director era un fantasma. La redacción sólo se enteró de que iba a hacer teatro una vez que salió la propaganda de la obra en las páginas del mismo diario. 
Luego,Crítica cerró y los propietarios —Lanata había vendido su parte al empresario español Antonio Mata— no pagaron las indemnizaciones correspondientes. Los empleados llevaron adelante una medida de fuerza conmovedora, pero apenas lograron ser escuchados. El diario no había sido amable con el gobierno nacional. Para ellos, los periodistas, la sensación era que Lanata y todos los demás los habían abandonado.
— ¿No hay arrepentimiento de nada?
— Sí, para mí es una lástima… A ver, ninguna carrera se hace de éxitos solamente. Yo he tenido fracasos y éxitos. Para mí esto fue un fracaso. Yo realmente no tuve suerte en la gráfica. Para mí lo de Página, por ejemplo, no fue un éxito. Cuando se vendió a Clarín me fui. Con Veintitrésquebré. Desde el punto de vista empresario, mi suerte fue una mierda. No sirvo para eso. No me arrepiento de Crítica. Si hubiera tenido más tiempo se hubiera formado algo, otra cosa que no se llegó a formar.

***

Cuando dos semanas más tarde nos volvimos a encontrar en su amplio departamento de Libertador, el clima era otro. Lanata recién llegaba de Venezuela. Antes de tomar el avión de regreso tras cubrir las elecciones presidenciales en ese país, había sido demorado junto a su equipo de trabajo por los servicios de inteligencia de Caracas. Signo de los tiempos, la noticia se replicó en segundos con la fuerza de un rayo. Toda la maquinaria periodística y publicitaria del Grupo Clarín cubrió el hecho con un despliegue colosal. Canal 13, TN, el diario y la radio dieron cuenta del episodio. Las salas de espera de los dentistas, los bares de las avenidas, las peluquerías y los miles de hogares que sintonizan TN, se enteraron que Lanata estaba detenido y “acusado de sabotaje”. Un Lanata, dos Lanatas, muchos Lanatas por todos lados. 

En el mundo periodístico, como en cualquier oficio, hay reglas de juego fuertemente marcadas por las culturas de época. Tras la debacle social y cultural producto del terrorismo de estado, y con una centroizquierda con débil programa político, “descubrir lo oculto” resignificó el rol social del periodismo. Lo volvió esencial, o al menos insoslayable, en el juego democrático. “Yo escribo porque hay cosas que me conmueven”, dice Lanata,  y su monitor le dirá que por su sensibilidad, ese sentimiento puede ser compartido por miles de personas. Esa lógica, a su vez, no se pregunta por qué el sentido común construido pone en una agenda situaciones que el olfato identifica como conmocionantes. El olfato del tiburón. Se cubre aquello que produce impacto, y si la agenda internacional erige a Venezuela como espacio de corrupción y lugar en el que se puede implementar un fraude electoral, entonces se va allí. No se va a Honduras, donde hubo un golpe de Estado hace tres años, porque Honduras ya no es noticia y no importa que allí el gobierno ejerza un autoritarismo flagrante y no sólo no se respeten, sino se avasallen las libertades públicas: las de grupos organizados y las de todos los ciudadanos. Así es el circuito informativo, dirá Lanata.
La agenda la impone aquello que arde. Y la definición de “aquello que arde” es una construcción cultural y, si se quiere, política. En un sentido, es la misma lógica que le permite a Lanata exhibir una realidad de trazo grueso y, tras dar en su programa un informe sobre el dinero con que el Estado financia el fútbol argentino, mostrar el déficit de viviendas que tiene el Gran Buenos Aires como contraste y expresión de la deuda social. En horario central, a través de un medio que mantiene un combate sin mediaciones con el gobierno, un informe de ese tipo no hace más que provocar indignación entre los indignados de ambos lados: los que desaprueban al gobierno y los que desaprueban a Lanata. En verdad, lo inquietante, en estos casos, no es la indignación, sino la indiferencia.
— Igual, para mí lo más interesante de todo esto no fue lo que pasó allá en Venezuela, sino lo que pasó acá… Este país está muy mal… Estamos todos muy mal…
En Ezeiza, recién aterrizado, indignado porque algunos medios lo acusaron de teatralizar su detención en el aeropuerto venezolano, insultó a medio mundo. Mostró dolor por lo dicho por quienes compartieron con él, una redacción. Insultó de más.
En su bunker, Lanata usa una metáfora: el muchacho canchero de Sarandí quiere retomar un sentido políticamente correcto.
— Me garcharon y tengo que andar dando explicaciones porque usaba minifalda. Váyanse a cagar. Me cansé de dar explicaciones.

***

En marzo de 1992, Jacobo Timerman, fundador de La Opinión, vinculó a los escritores Tomás Eloy Martínez y Eduardo Galeano con la guerrilla. Enfurecido, Lanata escribió en Página/12 un alegato en favor de sus entonces colegas, que además eran columnistas del diario. El título del artículo era “Papá, no corras”. La respuesta a ese gesto policial de Timerman, también víctima del Terrorismo de Estado, era la manera inconsciente de marcar el límite con aquello que se rechazaba y que efectivamente después se terminaría demonizando, como sucedió con su evaluación de la experiencia del Ejército Revolucionario del Pueblo, un modelo del delirio que suponía la lucha armada.
Para bien o para mal, el llamado de atención a Timerman suponía también un reconocimiento. Había sido el último gran editor de diarios del país, aunque había fracasado con su intento de reflotar en 1987 (el mismo año que surgió Página/12) La Razón. La mención de Timerman no es gratuita: no hay duda de que, aún cuando le impuso su impronta a cada uno de los medios que creó, aún cuando interpretó e interpreta —hoy en la televisión— la cultura de la época, hay una secuencia que puede emparentar a Lanata no sólo con Timerman, sino con otro emblemático comunicador de origen europeo, Bernardo Neustadt. Hoy vilipendiado pero en su momento tremendamente influyente y muy aceptado por las capas medias, Neustadt fue otro ejemplo de “self made man”: un hombre cuya peripecia vital está salpicada por el olfato, el oportunismo, una ética oscilante y una enorme astucia para persuadir, con el don de su carisma, tanto a los convencidos como a los confundidos de su audiencia.
Desde comienzos de los 90, en simultáneo al lento retiro de Neustadt, Lanata viene siendo, con vaivenes, una figura omnisciente para la opinión pública vernácula. Un Lanata que, como Timerman en su momento, atravesaba los días a puro vértigo, como si la vida no alcanzara para cumplir con todo lo que se proponía.
— Pero yo corrí por una cosa personal. Mi vieja estuvo 40 años con el cuerpo paralizado. Yo crecí convencido que en algún momento me iba a pasar lo mismo. Visto desde hoy, creo que me apuré a todo por eso.

***

Es lunes en Buenos Aires y tanto el diario Clarín como La Nación ofrecen en sus ediciones digitales, de manera destacada, una cobertura de lo que sucedió anoche en PPT. El programa no tuvo nada deslumbrante pero parece que, desde que la oposición no produce oposición, Lanata tose y es noticia. Los medios digitales se mueven con la lógica del rating: lo que se clickea vale. Es evidente que él, que ya no es una amenaza para la aristocracia de la prensa, también tiene una audiencia on line cautiva.

— Estoy viviendo una situación particular: yo me pasé toda mi carrera con los diarios en contra y es la primera vez que tengo los diarios a favor. Ahora: ¿cambié yo o cambiaron los diarios? Cambiaron los diarios. Los diarios se pelearon con el gobierno.
Hay cambios en Lanata, pero también permanencias. Posee iniciativa individual, asume riesgos y reivindica la audacia como un valor. Tiene capacidad para moverse y negociar en un mundo sin reglas claras, donde hay retóricas arcaicas en las que se pueden o se creen encontrar elementos libertarios y un mundo real en el que esas experiencias han sido derrotadas en términos políticos, militares y también culturales.
A poco de que naciera Página/12, cayó el Muro de Berlín y, en Argentina, la ilusión de acercarse a una socialdemocracia nórdica. Lanata no tiene cultura izquierdista aunque como dice Eduardo Blaustein: es capaz de votar a un partido de izquierda como lo fue el MAS en los ‘80.
Los golpes de efecto, el denuncialismo liberal, que podían alterar a un viejo socialista o a alguien que participa más de adentro de las experiencias de radicalización derrotadas, no inhibían a quien no poseía esas barreras culturales. Las tapas de Página eran parte de un nuevo clima de época: el efectismo de Crónica con complicidades de códigos hacia clases medias antiautoritarias que leían esa cercanía con el sensacionalismo como ironías inteligentes.
Ese golpe de efecto, el denuncialismo, es un rasgo permanente en Lanata.
— Nosotros somos en parte responsables de que el mal humor social haya crecido. Eso es así. Porque mostramos en la televisión cosas que nadie mostraba. Hubo noticias que dimos que fueron muy fuertes, pero que eran cosas que todo el mundo sabía aunque nadie había mostrado. Esas noticias al ser emitidas en horario central adquieren mayor potencia. Las ven todos.  Ahora, la verdad, estamos haciendo un programa de tevé que pasó a tener una dimensión que no tendría que tener. Tampoco tendríamos que medir lo que estamos midiendo. Un programa así no puede medir veinte puntos. Veinte puntos mide un orto, no esto.
Lanata siempre se reivindicó como alguien que escribe.
—El día que me rompan las bolas, me voy a mi casa a escribir —suele decir.
Antes de alcanzar su primer cenit en la revista El Porteño, atravesó el resbaladizo terreno de las colaboraciones y el free lanceo. Incluso, escribió notas para el suplemento cultural de Clarín, mucho antes de la posterior guerra y de esta contemporánea paz.
Compañero de Lanata a lo largo de casi tres décadas de trayectoria, Blaustein recuerda que enEl Porteño ya “se destacaba por su audacia, su creatividad, también por su empuje, su seguridad en sí mismo, su capacidad de trabajo tipo toro”.
Blaustein habla de metamorfosis:
—Supongo que, a medida que sumó éxitos,  su cosa medio tiránica fue creciendo; y en parte se entiende, es algo humano. Antes solía ser mucho más respetuoso y pluralista que ahora. Pluralismo no es algo sólo relacionado a la política. Significaba también apelar a recursos periodísticos más extensos que su repertorio actual. En los últimos años, él se fosilizó en un periodismo “denunciero” de alto impacto y a menudo trucho, muy pendiente de no perder o popularidad personal o rating. Comercialmente es posible que tenga razón y no la tengamos los que amamos el rigor, la profundidad, la seriedad, la complejidad, la buena escritura y todo eso sin aburrir. A Clarín, claro, lo del impacto le resulta muy eficaz.
La mirada de Lanata es, también, la mirada individualista de la acción social, la que piensa que los hechos sociales se realizan en función de la simple actuación de los individuos. Las explicaciones históricas y estructurales sobre los hechos sociales no tienen demasiado peso en los discursos públicos más extendidos.
No es que Lanata no tenga moral o sea poseedor de una moral republicana. Ni lo uno ni lo otro. Lanata es portador de una moral de época que se comenzó a construir en su distancia innovadora con las culturas de izquierdas derrotadas que predominaban en el viejo Página/12 y la afianzó con el predominio abrumador de los cambios políticos culturales de las últimas décadas. Es una moral de época, conformada por elementos que son parte si se quiere de una ideología, pero que se presenta sin la pomposidad de los discursos ideológicos clásicos.
Esta moral de época de Lanata aparece en el marco de una lógica de lucha por  la obtención y mantenimiento de alto reconocimiento en el campo periodístico. Quizás haya en los gestos de Lanata, y en muchas de sus afirmaciones, una asunción de esa mochila moral que no es demasiado distinta a la construida en Página/12, aunque allí estaba limitada por otro corpus cultural que, aunque debilitado, generaba tensiones. Esta moral de época está extendida poderosamente por diversos espacios en toda la sociedad, solo que en muchos casos,  si se observan solo los dichos y no los hechos, puede aparecer recubierta con retóricas pertenecientes a otras tradiciones. Lanata la asume sin ambigüedades.
— Sé que juego en tiempo de descuento —dice—. ¿Vos te pensás que esto es una historia de amor? Si pasado mañana Clarín y el gobierno arreglan a mí me dan una patada en el culo. Lo mismo si mido tres puntos: me rajan. Estamos hablando de trabajo.

*El anterior es reproducido con la autorización de Revista Anfibia

Autor
Autor