Así lo hago. Asomo un poco la cara y absorbo el aire helado. Inhalo profundo, como si estuviera saliendo del agua tras estar sumergida demasiados segundos. Pienso en los momentos en que estoy despierta, acostada boca arriba, sin atreverme a poner un pie en el suelo. Sé que, en el momento en que uno de mis dedos toque el piso, toda esa sensación de falso bienestar que me brindan las sábanas va a difuminarse y estaré despierta por completo. Algo así he sentido. Hay demasiada realidad al salir de la ciudad, tanta que abruma.
Ir sobre una carretera desconocida, de esas inconcebibles, que tienen pedazos de terracería y pedazos pavimentados, entremezclados sin lógica durante kilómetros, me impide dormir. Opto entonces por quedarme con los ojos cerrados, pensando en los trayectos que hacía con mi madre para visitar a mi abuelo. Lo que me gustaba era el camino. Es que hay una intimidad enigmática después de pasar horas en un auto con alguien. Hablábamos de todo lo que usualmente era impenetrable: de la guerra, de la historia de la familia, de la decisión que tomó de venirse a la ciudad, del miedo a pensar que podríamos haber nacido como algunas de esas niñas que veíamos a la orilla de la carretera, paradas en sus chancletitas viejas, saludando carros para ver si se detenían a darles regalos o dinero. Ya había demasiada realidad desde entonces.
Ahora viajo a lugares por trabajo y llevamos varias horas conduciendo antes de detenernos en Rabinal. Allí, en el centro, está su catedral, que se impone majestuosa frente al parque central, donde antes había una ceiba. Hoy de esta solo queda un hoyo rodeado de ladrillos, solo el vestigio de las ramas que se desbordaban sin entorpecer ninguna vista. «La taló la muni hace tiempo», me explican. Una verdadera crueldad. Me trago frustrada el caldo de gallina, pensando que hace algunos años podría haber estado allí contemplando ese árbol, aunque de alguna manera lo estoy haciendo.
[frasepzp1]
La semana completa transcurre rápido, saturada de instantes. Un momento voy navegando sobre un océano de pavimento en Alta Verapaz. Al otro estoy contemplando a una niña pintar hadas en el suelo de tierra del comedor de su madre en Baja Verapaz. En uno estoy escuchando historias de mujeres víctimas de violencia en Santiago. Al otro estoy en Chimaltenango y siento cómo la angustia se me estanca sobre el pecho y no me deja respirar. Pero al final todo se resume siempre a un solo instante. Y este llega pronto, cuando él está parado frente a nosotros en Santa Lucía Utatlán. Aunque estamos en un círculo, me habla a mí (o eso siento) mientras extiende la mano. No le entiendo. Me repite más alto: «Seño, ¿me regala dos quetzales? Es que tengo frío y ayer me cayó la montaña encima». Me le quedo mirando y siento esa pesadumbre que me ha asediado todo el viaje. Lleva un chaquetón rojo, sucio, gastado, y comienzo a buscar dos quetzales entre mi bolsa. No sé si es la solicitud tan concreta o el efecto innegable de cómo ha influido en mí la justificación común para no darle dinero a la gente, ese «no les des, que no los estás ayudando en nada», pero coloco únicamente, como me lo ha pedido, las dos fichas doradas sobre su palma. Ofrece un intento de sonrisa y yo lo veo alejarse.
De regreso a casa me pongo los audífonos para ir en silencio. Voy pensando que el aire afuera es más puro, pero también mucho más pesado. Voy llorando un poco, evocando todas las historias que escuché, recriminándome el haberle dado solo esas dos monedas. No dejo de darle vueltas al significado de sus palabras. Deduzco que soy una coraza, una armadura suave con puro aire adentro, y comprendo que a mí también, de alguna manera, ya me cayó la montaña encima. Y aunque todas las ventanas van cerradas, por alguna rendija se sigue colando un aire frío y denso.
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