Me gustan esas películas en las que los extraterrestres nos invaden —casi siempre entrando por Nueva York― para llevarse el agua y los minerales que consumieron íntegramente en su propio planeta. Algunos invasores lo hacen para sobrevivir, otros para contar con los insumos de sus letales armas.
Lo cierto es que la realidad está superando a la ficción. En el mundo actual, cada vez conocemos más conflictos relacionados con la explotación de recursos naturales y Guatemala no escapa a ellos. Pero, a diferencia de la ficción, nuestros extraterrestres parecen humanos de un estereotipo seductor y exitoso, con trajes finos, buena plática, buenos salarios y con suficientes recursos para financiar voluntades políticas y campañas mediáticas, canales, radios y programas de televisión. Intentan hipnotizarnos con el vaivén de sus anuncios, para que repitamos como autómatas “to-dos-so-mos-mi-ne-ros”…
Nos han salido más vivos que los antihéroes de Avatar, porque mientras atacan a las comunidades que les reprochan su mentalidad depredadora, todo parece apuntar a que podrían también estar urdiendo programas en medios para criminalizar la justa defensa de los pueblos afectados y acercándose a políticos para que, desde el Estado, se les siga permitiendo allanar el camino para una instalación total y sin reglas justas de por medio. ¡Me sabe a complicidad!
A mí la campaña de “todos somos mineros” no me ha enajenado. Creo que ha sido porque se me ha cruzado con la de “Guatemorfosis”, “tan guatemalteco como tú”, “lo natural no tiene sustituto”, “el amigo que te ayuda a crecer” y otro montón de propaganda.
Tampoco soy minerofóbico, es solo que creo que hay algo mal en esta historia de nuestra vida real. Las mineras están viniendo muy contentas, pues han visto que el país, muchos de sus ciudadanos y sus instituciones públicas, toleran su voracidad. Claro es que ya se fijaron que a quienes administran el Estado guatemalteco les ha parecido irrelevante lo dispuesto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos con respecto a la suspensión de la explotación de la mina Marlin en San Marcos, así como lo establecido en el Convenio 169 acerca de la obligada consulta a los pueblos indígenas afectados por la minería. Y, la guinda del pastel: El Estado les ha agradecido la buena voluntad de “regalarle” algunos quetzalitos adicionales mientras las mineras así lo dispongan, a manera de limosna y no de impuesto. Detrás de Goldcorp ya viene Tahoe Resources, otra minera canadiense con mucho apetito.
Y más atrás, como los extras de esta historia, como los extras de muchas historias de horror y terror en Guatemala, muy alejados de los medios de comunicación, están los héroes. Hombres y mujeres sencillos, con milenarios derechos sobre esas tierras, con la lucidez suficiente para luchar contra viento y marea porque se respete su autodeterminación a decir: “¡el agua para vivir y nuestra vida,[1] vale más que el oro, la plata o el zinc para exportar!”.
En las películas de ciencia ficción casi siempre lo humano triunfa sobre la perversidad del invasor, pero en esta historia real la trama es muy complicada y requiere de una sociedad que comprenda la magnitud política, social, ambiental y económica del problema. ¡No podemos ser simples espectadores! ¡Los poporopos pronto tendrán sabor a cianuro si nos quedamos callados!
Nos toca abrir los espacios para un debate que enfrente el derecho al desarrollo sostenible de quienes habitan cerca de los proyectos mineros, de quienes somos parte de la sociedad actual y de quienes nos continuarán, frente al apetito de ganancias de estas grandes mineras, que obran al amparo de un modelo económico con poco respeto por el pasado, el presente y el futuro colectivo.
¿Qué papel hemos aceptado jugar en esta realidad?
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