Los Hermanos Musulmanes de Morsi no fueron capaces de pasar de ser un movimiento de oposición a ser un partido de gobierno. Naturalmente, los gobiernos gobiernan mal o bien o medianamente, pero este caso es diferente. La economía de Egipto está hundiéndose. La ley y el orden normales han desaparecido prácticamente. Los servicios no funcionan adecuadamente.
Los ministros hicieron todo lo posible por su parte. Hace unas semanas, me reuní con el ministro de Turismo, que me pareció excelente y tenía un plan sensato para reanimar el sector. Al cabo de pocos días, dimitió, después de que Morsi adoptara la alucinante medida de nombrar gobernador de la provincia de Luxor (uno de los destinos turísticos principales) a un miembro del grupo responsable del ataque terrorista de 1997 –el peor de todos los habidos en Egipto–, en el que murieron más de 60 turistas que visitaban Luxor.
Ahora el ejército afronta la delicada y ardua tarea de volver a dirigir el país hacia la vía de unas elecciones y un rápido regreso al gobierno democrático. Hemos de esperar que pueda hacerlo sin más derramamiento de sangre. Sin embargo, alguien tendrá que administrar y gobernar entretanto, lo que entrañará la adopción de algunas decisiones duras e incluso impopulares. No será fácil.
Lo que está ocurriendo en Egipto es el último ejemplo de combinación, contemplada en todo el mundo, entre democracia, protesta y eficacia gubernamental.
La democracia es una forma de decidir quiénes serán los que adoptarán las decisiones, no de substituir la propia adopción de decisiones. Recuerdo una conservación anterior con algunos jóvenes egipcios, poco después de la caída del Presidente Honsi Mubarak en 2011. Estaban convencidos de que con la democracia se resolverían los problemas. Cuando pregunté cuál sería la política económica correcta para Egipto, se limitaron a decir que todo saldría bien, porque ya tenían la democracia, y las ideas económicas que profesaban eran mucho más izquierdistas que posición alguna que tuviera una remota posibilidad de funcionar.
Soy un partidario convencido de la democracia, pero el gobierno democrático por sí solo no garantiza un gobierno eficaz. Actualmente el imperativo es la eficacia. Cuando los gobiernos no cumplen, el pueblo protesta. No quieren esperar a las próximas elecciones. En realidad, como revelan los casos de Turquía y del Brasil, el pueblo puede protestar incluso cuando, conforme a cualquier criterio objetivo, sus países han logrado avances enormes.
Pero, al pasar los países de la categoría de renta baja a la de renta media, aumentan las aspiraciones del pueblo. Quieren servicios de mayor calidad, viviendas mejores y buenas infraestructuras (en particular, el transporte) y les molesta –hasta el punto de movilizarse en las calles– cualquier indicio de que una camarilla en el poder les cierre el paso.
Se trata de algo así como un espíritu democrático libre que funciona independientemente de la convención de que las elecciones deciden el gobierno. Lo alimentan enormemente los medios de comunicación social (fenómeno revolucionario, a su vez) y avanza muy rápidamente para precipitar las crisis.
No siempre es coherente ni racional. Una protesta no es una política y una pancarta no es un programa de gobierno, pero, si los gobiernos carecen de argumentos claros con los que refutar a quienes protestan, se encuentran con un problema grave.
En Egipto, los problemas del Gobierno resultaron agravados por el resentimiento ante la ideología y la intolerancia de los Hermanos Musulmanes. El pueblo llegó a creer que éstos estaban imponiendo cada vez más sus doctrinas en la vida cotidiana.
En todo Oriente Medio hay por primera vez un debate sin restricciones sobre el papel de la religión en la política. Pese a la superior organización de los Hermanos Musulmanes, quienes apoyan una modalidad de gobierno intrínsicamente laico probablemente sean –y ello es aplicable a toda la región– la mayoría.
La sociedad puede estar imbuida de la observancia religiosa, pero el pueblo está empezando a reconocer que la democracia funciona sólo como concepto pluralista, que requiere el mismo respeto para los diferentes credos y permite que la religión tenga voz, pero no veto. Para un país como Egipto, con su inmensa y variada civilización, de la que forman parte unos ocho millones de cristianos y una población joven que necesita estar conectada con el mundo, no hay futuro en un Estado islámico que aspire a formar parte de un califato regional.
Entonces, ¿qué debe hacer Occidente? El de Egipto es el último ejemplo de que esa región es presa de la agitación y no nos dejará en paz, por mucho que lo deseemos. La de desvincularse no es una opción válida, porque la del status quo tampoco lo es. Cualquier decisión de no actuar es, a su vez, una decisión de enormes consecuencias.
Dicho con la mayor crudeza, Occidente no puede permitirse el lujo de que Egipto sufra un desplome. Así, pues, debe colaborar con el nuevo poder de facto y ayudar al nuevo gobierno a hacer los cambios necesarios, en particular respecto de la economía, a fin de que pueda obtener unos resultados satisfactorios para los ciudadanos de Egipto. De ese modo, puede ayudar también a abrir una vía de regreso a las urnas concebida por –y para– los egipcios.
También es necesario colaborar con los demás países de esa región. En el caso de Siria, lo peor que puede ocurrir es inaceptable: una partición efectiva del país, con un Estado suní pobre y dirigido por extremistas en el Este, sin salida al mar ni acceso a la riqueza del país. En ese caso, el Líbano quedaría totalmente desestabilizado, el Iraq más desestabilizado de lo que lo está y Jordania sometida a una presión aún mayor (que sólo la valerosa capacidad de dirección del rey Hussein está logrando contener, por el bien de todos nosotros). Y lo que quedaría para que el Presidente de Siria, Bashar Al Assad, lo gobernara dependería de Hezbolá, organización terrorista, y del Irán.
En cuanto a la República Islámica, el presidente entrante, Hasán Ruhaní, puede desear lograr un acuerdo con el mundo respecto de la ambición nuclear de su país… o no. En cualquiera de los dos casos, el poder en última instancia en el Irán descansa en el Dirigente Supremo, Ayatolá Ali Jamenei. El mundo no puede permitirse el lujo de un Irán con armas nucleares. Y ni siquiera he citado las amenazas de Libia, del Yemen o, más allá, del Pakistán o la plaga de extremismo que ahora está extendiéndose por todo el norte del África subsahariana y ciertas partes del Asia central.
Los intereses de Occidente, requieren que sigamos comprometidos. Tenemos que adoptar decisiones para el largo plazo, porque, a corto plazo, no hay soluciones sencillas. La actual dedicación mostrada y el impulso dado por el Secretario de Estado de los Estados Unidos, John Kerry, a la cuestión palestino-israelí es ejemplar: si es importante, hay que actuar, por difícil que sea el asunto.
En Oriente Medio está produciéndose una larga transición. Es difícil y cara y requiere mucho tiempo. Muchos en Occidente creen que deberían ser otros quienes contribuyeran a solucionarla, pero es una tarea nuestra. Esa lucha es importante para todo el mundo.
El lado bueno es el de que en Oriente Medio hay millones de personas modernas y con amplitud de miras. Han de saber que estamos a su lado, que somos sus aliados… y que estamos dispuestos a pagar el precio que entraña estar con ellos.
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Traducido del inglés por Carlos Manzano.
* Tony Blair fue Primer Ministro del Reino Unido de 1997 a 2007.
Publicado en Confidencial, 12 de julio.
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