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Mazatenango. La lluvia de la costa es una carcajada

La libertad, paradójicamente, te lleva al tren.
Los santos de Roma y los santos nuestros no se parecen casi nunca.
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Mazatenango. La lluvia de la costa es una carcajada

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

La lluvia cae persistentemente y otra vez una pelota de plástico se atoró en el canal. Una teja se desploma y se convierte en trozos de barro que yo veo con emoción: con una buena dosis de sol se secarán y se convertirán en crayones con los que dibujar en el suelo. “¿Se tapó la caída de agua?”, grita mi abuelita desde la cocina, pero las dos mujeres –mi madre y mi tía– , ya empapadas, no tienen tiempo de responder. Mi mamá sostiene una desvencijada silla de madera, mientras mi tía intenta empuja la pelota con el palo de una escoba. La lluvia arrecia y se empiezan a oír los truenos. Siempre que recuerdo esa escena pienso en un cuadro de Franz Marc, lleno de colores que parecen diluirse en el agua. Las tejas se destiñen, el pelo de mi madre se destiñe, la ropa de mi tía se destiñe, el cielo se destiñe y el pueblo va perdiendo su color. La lluvia lo unifica todo en un gris verdoso, como el musgo, o como el moho.

La lluvia de la costa es algo fascinante. Es tan intensa, tan voraz, viene casi siempre acompañada de un viento estruendoso y por unos minutos revuelve todo. No es una lluvia que caiga en vertical. Es una lluvia sin regla, sin perspectiva. Capaz de meterse por los sitios más estrechos, de elegir los caminos más complicados. Y de pronto se extingue sin más. La lluvia de la costa es una carcajada. Cuando el clima está más caliente, aparece y luego se marcha. “Solo alborotó el calor”, dice la gente, pero no es verdad, el calor ya estaba alborotado. Lo que alborotó en este caso, fue el tejado, la canaleta y las cabelleras negras de mi madre y de su hermana.

La casa de Mazate es un cuadrado perfecto, un patio en el medio y alrededor todas las habitaciones. Mi abuela y mi tía se ocupaban de que siempre estuviera llena de plantas. Había un arriate con hojas verdes enormes, que en mis años de infancia constituían una verdadera selva. Por eso quizá, cuando pienso en Mazatenango mis pensamientos son verdes.

Se ubica en una estrecha calle que baja al parque, a media cuadra de la estación de policía. En el frente hay una ventana grande que en lugar de vidrio tiene dos puertas de madera. Allí me gustaba sentarme cuando era pequeña. Para ver pasar a la gente. Esa ventana era la puerta de la imaginación, podía imaginarle una vida a cada una de las personas que pasaban, podía imaginar mi propia vida allí sentada, sintiendo un poco de aire fresco en medio del calor.

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En las tardes nos gustaba bajar al parque: a sentarnos en una grada a ver más gente. Pero esta vez era más divertido, porque íbamos a la Flavors a comprar una granizada o un helado de crema que vendía un señor de sombrero de paja. Mi hermano decía que esos helados estaban hechos con mocos y les llamábamos así: los helados de mocos. Los más deliciosos que he probado en la vida.

Al otro extremo del parque inicia la Avenida La Libertad. Antes estaba llena de árboles y nos gustaba caminar por allí en busca de los centros plásticos donde nos compraban juguetes. El más famoso se llamaba El Baratero, tenía un largo mostrador de madera y al final unas enormes libreras donde se mostraban, precisamente, baratijas. Era el paraíso para un niño. Mi hermano y mi primo salían con un luchador de plástico y mi prima y yo con alguna Barbie que muy pronto perdía la cabeza.

El escritor y pintor Marco Augusto Quiroa es también mazateco, y él recuerda en uno de sus cuentos esta calle: “Bonito nombre le pusieron a la calle real que antes tuvo almendros, pero que un alcalde de cuyo nombre no puedo acordarme, mandó a talar con el pretexto que botaban mucha hoja, pero la verdad es porque los paisanos hacían aguas menores en sus troncos y con los calorones de mediodía no se aguantaba el mal olor. La Libertad. Tal vez la bautizaron así para que nunca olvidemos que el mero oficio del hombre es nacer y vivir libre”.

Al final de La Libertad está la estación del tren. La libertad, paradójicamente, te lleva al tren. Pero ya no existe el tren, queda solo una vieja casona de madera, oscura y polvorienta, escondida en medio de la maleza. En su tiempo recibía la visita de viajeros que llegaban de la capital; mi abuela nos narraba el viaje: bancas de madera incomodísimas, un traqueteo que no dejaba dormir ni leer, una locomotora lenta y desvencijada. Pero que significaba para muchos, la única manera de conocer la ciudad.

 

Archivo de Marta Sandoval

Después, con la construcción de la carretera, el viaje fue más cómodo y más rápido. Aunque a mí de pequeña me parecía interminable.

“¿Cuántos países faltan?”, le preguntaba a mi mamá que iba al volante.

“No son países, son pueblos”, corregía ella.

“¿Pero, cuántos son?”, insistía yo y entonces empezaba a recitar: “Escuintla, Santa Lucía, Cocales, San Antonio, San Bernardino…”

El viaje se complicaba todavía más cuando habían “botado un puente”. Los adultos lo decían así: “botaron un puente”, con total naturalidad, sin decir quién, ni por qué, ni cómo. A veces nos tocaba pasar horas detenidos bajo el sol esperando que instalaran un puente provisional de metal, o que habilitaran el paso por alguna finca. Esto ocurrió muchas veces, pero hay una que no olvido. Desde la ventanilla del carro podía ver el puente, el enorme puente de concreto derribado como si hubiese sido de papel, como si alguien lo hubiera doblado y acomodado en caída libre sobre las laderas. Tenía escrito un mensaje con letras blancas: “Este es un regalo de navidad para el pueblo guatemalteco, de parte de la URNG”.

Mi mente de niña no podía procesar aquello, creo que fue ese día cuando empecé a comprender el sarcasmo, antes mi cabeza era tan literal como la frase. ¿Por qué derribar un puente puede ser un regalo?, ¿a quién le gustaría recibir ese regalo?, ¿qué es la URNG? Pensaba preguntarle todo eso a mi mamá y a mi abuelita, cuando una duda mayor invadió mi mente: ¿Cómo escribieron eso? “Seguro que lo hicieron antes de botarlo”, pensé, pero ¿y si pasaban carros, les borrarían la pintura fresca?, ¿será que lo hicieron de noche? ¿Por qué nadie los vio? De las mil preguntas que tenía en la cabeza solté esa: ¿cómo pudieron pintar esas letras en el puente? Mi mamá me respondió deprisa: “Lo escribió el ejército después de que botaran el puente”.

Ahora que tengo 35 años entiendo todo el trasfondo. Conozco la historia, las técnicas de la guerrilla y las represalias del ejército. Comprendo lo que significaba botar un puente, sus consecuencias reales y metafóricas. Lo que todavía no entiendo es cómo diablos pintó el ejército unas letras sobre un puente derribado.

Tras la firma de la paz, también llegó la nueva carretera. Una autopista que conducía hasta Escuintla y aminoraba el trayecto. Más tarde las circunvalaciones que permitieron esquivar Santa Lucía y San Antonio para llegar más rápido a Mazate. Ahora el trayecto dura unas dos horas y media, incluyendo la parada oficial en Cocales para comprar, ya se sabe, un coco bien frío.

De Judas y Magdalenas. Los santos de Roma y los santos nuestros no se parecen casi nunca.

No recuerdo bien si fue idea Lito o de mi hermano, pero en un principio el plan me pareció divertidísimo: robar un Judas. Cada miércoles santo la gente viste a un muñeco de palo con pantalones vaqueros, cincho de enorme hebilla, sombrero y lentes oscuros, para sacarlo a bailar por todo el pueblo. Van de casa en casa pidiendo dinero. El sábado de Gloria, cuelgan el muñeco de un árbol y le prenden fuego. Es una forma de castigar a Judas por haber entregado a Jesús y a la vez, conseguir algo de plata para comprar “pan”. Dicen pan, pero todos saben que es alcohol.

Mi hermano dijo que deberíamos hacer un Judas y sacarlo, pero era demasiado difícil así que pensamos en robarlo. No sé cuántos años teníamos y quiero pensar que aún éramos menores. El caso es que caminamos por todas partes en busca de una víctima hasta que la encontramos. Los hombres que llevaban al Judas estaban ya tan ebrios que quitárselo no fue difícil. El problema vino después, cuando el remordimiento nos invadió irreparablemente. “Vamos a dejarlo tirado en la carretera” propuso mi primo, pero yo objeté que si alguien nos veía podía pensar que estábamos lanzando un cadáver. “Entonces dejémoslo en un sitio oscuro” fue la siguiente propuesta y yo objeté, ya con lágrimas en los ojos, que sus dueños, los ebrios felices, no lo encontrarían y que para reparar el daño teníamos que devolvérselos a ellos. Al final fuimos a tirarlo cerca de donde lo habíamos robado, con la esperanza de que lo hallaran cuando les pasara la goma.

Archivo de Marta Sandoval

La Semana Santa en Mazatenango era algo especial. Hacer una alfombra bajo el calor de la costa es mil veces más sacrificio que hacerla en la capital y estoy segura de que por eso Dios nos quiere mucho más a los costeños. A diferencia de las demás alfombras, hechas con flores y aserrín de colores, la de mi familia estaba hecha con afiladas hojas de caña de azúcar. Se trata de una hoja áspera y que corta las manos si no se manipula con cuidado. En los costados colocábamos una hilera de cañas (de las que se chupan) para limitarla. En el medio siempre se escribía con flores o con corozo, algún mensaje que mi abuelita quería transmitir. “Esta es la alfombra de los que no vinieron a las tres de la mañana” escuché decir con desdén a alguno de los vecinos que pasaban la noche entera colocando esténciles y haciendo creativos dibujos en el suelo. Pero nuestra alfombra era original, no se parecía a ninguna. Mi abuelita lo había decidido así porque quería utilizar solo materiales traídos de su finca, como una forma de ofrenda a Dios. Lo cierto es que años después de que mi abuela vendiera la finca, la alfombra seguía siendo de caña.

En la esquina de la casa se realizan “Los encuentros”, se trata del momento justo en el que el anda de Jesús Nazareno se encuentra con el anda de la Virgen, de la Verónica y de María Magdalena. La procesión se detiene para dar paso a una mujer que representa a Verónica y que sube al anda a limpiar el rostro de Jesús. Luego es el turno de María Magdalena, que toma el micrófono y le habla a Cristo. Le pide perdón y llora, llora tanto que sus palabras se confunden entre hipidos y gemidos. Como sacrificio sigue la procesión descalza, sus pies se queman en el ardiente asfalto mazateco. Cuando era pequeña yo soñaba con un día representar a Magdalena. Incluso imaginaba mi discurso. Por suerte nunca se me cumplió.

Archivo de Marta Sandoval

Archivo de Marta Sandoval

Mazate es también un sitio al que asocio con la religión. Recuerdo el fervor de mi abuelita por San Bartolo, el patrono del pueblo, San Bartolito le decíamos todos de cariño. Su imagen me daba miedo cuando era niña, en una mano lleva un libro y en la otra un cuchillo.

“¿Por qué tiene un cuchillo?”, preguntaba intrigada y la respuesta era la misma: “Para pelar naranjas”.

“A él le gustaba mucho comer naranjas”, agregaba mi abuela.

La verdad es que el cuchillo representa su martirio. San Bartolomé fue desollado. Astiages, Rey de Armenia, le exigió que adorara a los dioses paganos y él se negó, por el contrario, siguió predicando el Evangelio y tratando de convertir más fieles al cristianismo. Como castigo, Artiages pidió que le quitaran toda la piel con un cuchillo, mientras él observaba. Si se arrepentía y renegaba de su Dios le perdonarían la vida, de lo contrario acabarían con toda su piel hasta matarle. San Bartolo no claudicó, murió con la carne viva y la fe puesta en Dios. En la Capilla Sixtina también está su imagen. La vi con cuidado cuando fui a Roma, es un hombre desnudo que sostiene su piel como si fuera un traje que acaba de quitarse. No se parece en nada a la del santo de Mazate. Los santos de Roma y los santos nuestros no se parecen casi nunca.

Agua

El de Mazate es un calor sin playa. Se siente como si estuvieras en la playa, pero sin arena y sin mar. Bueno, Mazate sí tiene playa, se llama Churirín, pero está lejos de la ciudad y jamás íbamos, por eso para mí Mazate es una ciudad sin playa. Tengo que aclarar que a Mazate le llamamos “ciudad” y no “pueblo”, empezamos a llamarle así cuando abrieron el primer Paiz y se consolidó cuando inauguraron McDonalds. Aunque en realidad el 6 de noviembre de 1915 el entonces presidente, Manuel Estrada Cabrera decretó que Mazatenango era una ciudad y no una villa, como se la conocía antes.

En la última década llegó el desarrollo, tenemos ya de todo. Grandes almacenes, centros comerciales, cine y toda la comida chatarra que pueda ofrecer el mercado. Pero a los mazatecos no nos seducen demasiado con eso, porque presumimos de los mejores ceviches del país –quizá debo decir del mundo–. Se llaman Los Delfines y se trata de improvisadas carretas ubicadas frente a las oficinas de Guatel (ahora es Telgua, pero le diremos Guatel toda la vida). Allí los cocineros guardan el pescado en enormes hieleras y atienden a los comensales en bancos de plástico o sobre cajas de gaseosas.

Pero hablaba del agua. No existe la posibilidad de una playa aunque sí hay alternativas, la necesidad del agua, de mitigar el calor, quizá es la razón por la que las casas –al menos las casas viejas– tienen enormes pilas. Cuando éramos pequeños pasábamos el día entero allí. Cuando veíamos nuestros dedos arrugados, la piel llena de surcos, salíamos un rato y volvíamos después. Los días de suerte íbamos a la piscina, se llamaba “La posada del sol” y era un paraíso. Siempre estaba llena de gente, no había ningún código de vestimenta, a pesar de los letreros que decían “solo con traje de baño” uno podía ver a todo mundo con licras, playeras o las señoras mayores con vestidos. Todos en el agua.

La última vez que fui a “la posada”, estaba cerrada por remodelación. Lleva más de un año con ese letrero, así que es probable que no vuelva abrir nunca. Otros negocios más grandes, con piscinas que tienen toboganes, le fueron quitando la clientela. Está también la alternativa de buscar los ríos. Son memorables, por ejemplo, el “Quita Calzón I” y el “Quita Calzón II”, se llaman así –no hace falta explicarlo– porque su caudal suele ser tan fuerte que arrastra a la gente y la devuelve sin ropa interior.

De venados y Pepsi colas

En Mazatenango tenemos tres esculturas públicas importantes. El monumento a la Madre, el monumento al venado y el monumento a la Pepsi. Este último estaba en el segundo nivel del Hotel Costa Rica y es una botella gigante de cemento, que desde siempre ha despertado la curiosidad de los visitantes. Y la sed.

El monumento al Venado está en la Avenida de la Independencia. Mazate es la tierra del venado, aunque la verdad yo nunca he visto uno. Su nombre proviene del náhuatl, porque el poblado estuvo un tiempo bajo el dominio olmeca, “Mazatl” significa “venado” y “tenango”, “lugar”. Cuando llegaron los españoles el pueblo ya estaba bajo el dominio de los reyes de Utatlán y su nombre fue modificado al maya Kakolkiej, “Kiej” significa “venado” en kich’e. Sin embargo, pervivió el nombre náhuatl y no el maya, ignoro por qué.

Después de la conquista, Pedro de Alvarado le regaló el departamento de Suchitepéquez a su primo Diego de Alvarado, pero Diego no se aferró a esas tierras, pronto se fue a Perú y se las traspasó al obispo Francisco Marroquín, así que Mazatenango fue en un tiempo una ciudad marroquiniana. Durante la Colonia Suchitepéquez y Retalhuleu estaban unidos, se llamaban La Alcaldía Mayor de Zapotitlán y su cabecera era San Antonio Suchitepéquez. Pero apenas tres años después de la independencia Suchi pasó a formar parte de Sololá. Los criollos de la región no estaban muy contentos con esto, querían la autonomía y el reconocimiento del pueblo, así que después de presiones lograron que la Asamblea Nacional Constituyente decretara, en octubre de 1824, la calidad de Departamento para Suchitepéquez, les desligó de Sololá, pero dejó bajo su dominio a Retalhuleu, que fue un municipio del departamento hasta que Justo Rufino Barrios los separó en 1877. La cabecera departamental se retiró de San Antonio y se situó en Mazatenango en 1851 por orden de Rafael Carrera.

Era una tierra apetecida por el cultivo de cacao, la influencia europea logró que en Mazate se preparara un chocolate exquisito, que contenía canela o semillas de almendra. A la fecha el chocolate sigue siendo uno de los mayores atractivos de la ciudad.

Esperanzas rotas

Tengo en mi mesa de noche un libro que se llama “El sonido de las cosas al caer”. No lo he leído ni pienso hacerlo, porque el título me parece tan maravilloso que ya es suficiente para mí. Me ayuda a recordar sonidos. Por ejemplo, el sonido de la lluvia cayendo sobre las tejas de barro de mi casa de Mazate. El sonido de mis pies chapoteando en la enorme pila del patio donde jugábamos de niños. El sonido de una pelota que lanzamos con tanta fuerza y tal puntería que salió de la casa y cayó justo sobre el plato de frijoles que la vecina de enfrente comía, sentada en la grada de la puerta. El sonido de nuestros cuerpos rodando en la grama, ladera abajo. El sonido de nuestros pies saltando en la cama.

Pero no todos los sonidos de cosas al caer son agradables. A mi familia se le cayó la esperanza una tarde de febrero, en la sala de espera de un hospital, y el sonido fue tan ensordecedor que, años después, todavía retumba en nuestros oídos. Y es quizá por eso que ahora nos cuesta más escucharnos. Desde ese día Mazate dejó de ser lo que era. El sonido de esa esperanza rota se hizo más fuerte y poderoso que el sonido de la lluvia. Mazate se convirtió en el sitio de una ausencia.

Archivo de Marta Sandoval

“La vida se convertirá en una cosa llena de agujeros. De cosas que estuvieron allí y ya no están. Y te das cuenta, además, de que tienes que crecer alrededor y entre los vacíos, aunque si alargas la mano hacia donde estaban las cosas sientas esa tensa, resplandeciente opacidad del espacio que ocupan los recuerdos”, escribió Helen McDonald. Para mí Mazate es el sitio que ocupan los recuerdos, el espacio donde me toca crecer en medio del vacío. Y no quiero crecer. Quiero seguir siendo la niña que juega con sus primos, que se harta de helados y que llora cada vez que tiene que volver a la capital.

Mazate era el territorio de Lito, él era el comandante indiscutible. El líder de las travesuras infantiles, el guía de juegos, el creador de las risas. Y para mí su ausencia es como si todo el pueblo se hubiera derrumbado. Mi familia no comprende por qué me alejé, por qué vuelvo cada vez menos, quizá piensen que les traicioné. Y yo no he podido explicar que Lito era una ceiba que nos daba sombra y que ahora que no está el sol me quema. Que Mazate se convirtió, sin que pudiera hacer algo para evitarlo, en el espacio donde no está.

Parece sencillo hablar de los sitios que amas. De los lugares donde nuestras raíces se arrancaron de la tierra, para irse y para volver con cada recuerdo. Pero no es sencillo. “La felicidad es algo desvergonzadamente personal”, decía Alan Pauls y yo estoy hablando de un lugar donde era desvergonzadamente feliz. No puedo hacerlo. Paul Auster lo explica mejor: “Las semillas hablan de esta juntura, definen en qué lugar estallan tierra y aire en esta abundancia de azar, las fuerzas fortuitas que son nuestra propia ignorancia de qué es lo que vemos, y sólo hablar de ello es ver cómo nos fallan las palabras, cómo nada sale bien al decirlo, ni aun estas palabras que me animo a decir en nombre de este azul y verde que se esfuman en el aire del verano”.

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