El gobierno de Hugo Chávez requería de un pretexto para completar su anunciada salida de la CIDH. Y el fallo sobre Raúl Díaz Peña, emitido por la CIDH el pasado 24 de junio, le dio las armas para declarar públicamente que, por dignidad abandona el sistema regional de derechos humanos.
Los medios escritos le dieron especial cobertura a las palabras del presidente Chávez, quien calificó de podrida y nefasta a la Corte, mientras su canciller, Nicolás Maduro señaló que la Corte había llegado más allá del límite del desprestigio y la falta de credibilidad.
¿Cuál es la historia detrás del enojo del gobierno de Venezuela? En febrero de 2003, se produjeron en Caracas y Chacao, en el Estado de Miranda, atentados contra el Consulado de Colombia y oficinas comerciales de España. Raúl Díaz Peña fue detenido con relación a este caso, y permaneció en prisión cinco años antes de ser condenado, en abril de 2008, a una pena de 9 años y 8 meses de prisión. En septiembre de 2010, Díaz Peña, sujeto de un beneficio que le permitía abandonar la prisión para ir a trabajar, escapó de Venezuela y solicitó asilo en los Estados Unidos.
A continuación vinieron el membrete de preso político, las fotografías con la congresista Ros Lenthinen y la demanda contra Venezuela, que finalmente fue condenado por la Corte, en razón de la violación a la integridad personal de Díaz Peña y los tratos inhumanos y degradantes que sufrió durante su tiempo en prisión. La Corte ordenó también el pago de una compensación económica, que asciende a $15,000 dólares entre daños materiales e inmateriales.
El anuncio de Hugo Chávez no generó ninguna sorpresa. Entre las reacciones, destacan las de Amnistía Internacional, y la de la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, quien señaló que la salida de Venezuela sería devastadora para ese organismo internacional. Es un secreto a voces que la denuncia venezolana de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, señala la ruta para los otros países del bloque bolivariano, Ecuador y Bolivia, que ya se han expresado abiertamente en contra de la CIDH. El presidente Correa, en junio de este año ya anunció estar evaluando la posibilidad de abandonar la Corte, mientras el presidente Morales la calificó de un mecanismo de dominación de los Estados Unidos. El eje bolivariano podría así completar parte de los objetivos de su política exterior, en el camino de debilitar a la OEA en beneficio de la UNASUR.
Casi simultáneamente con estos hechos, el gobierno de Guatemala, durante la audiencia celebrada en San José de Costa Rica el pasado junio, en el caso de las masacres de Río Negro, solicitó a la CIDH abstenerse de juzgar estos casos, aduciendo la incompetencia del organismo, pues los hechos se produjeron con anterioridad a que Guatemala reconociera la jurisdicción de la Corte, cuestionando además que esta pueda juzgar delitos como genocidio y desaparición forzada, argumentando que estos corresponden a una corte penal y no a una de derechos humanos. Adicionalmente, el gobierno de Guatemala señaló que la Corte no debería convertirse en un organismo de reparaciones económicas, que exceden la capacidad real de los Estados.
Si bien el gobierno de Guatemala reconoció que no cuestiona a la CIDH, los argumentos expuestos en el caso de las masacres de Río Negro, colocan a dos gobiernos de orientaciones políticas muy diferentes, irónicamente en el mismo lado de la balanza.
De esta forma, Guatemala y la Venezuela bolivariana se encuentran conjugadas, por diversas razones, en un ajedrez político que busca reformar el sistema de control de derechos humanos de la región. Lo realmente curioso en este caso, es comprobar cómo desde polos opuestos, pueden existir objetivos comunes.
Ningún Estado ha salido en defensa de la Corte. Y este silencio es sospechoso e inclusive cómplice.
Más de este autor