Literalmente en la cuadra de atrás: si me asomo al jardín, el colegio se yergue al cruzar la calle. Pero un enorme muro me impide cruzar caminando y me obliga a tomar el auto, salir del condominio cruzando dos garitas, llegar hasta el bulevar, esperar un semáforo eterno, entrar a otra colonia y finalmente, luego de muchas vueltas, llegar al colegio. En hora pico, un recorrido de 40 minutos fácil.
A las 9 tengo una reunión en la zona 10 y estoy segura de que llegaré con el tiempo exacto...
Literalmente en la cuadra de atrás: si me asomo al jardín, el colegio se yergue al cruzar la calle. Pero un enorme muro me impide cruzar caminando y me obliga a tomar el auto, salir del condominio cruzando dos garitas, llegar hasta el bulevar, esperar un semáforo eterno, entrar a otra colonia y finalmente, luego de muchas vueltas, llegar al colegio. En hora pico, un recorrido de 40 minutos fácil.
A las 9 tengo una reunión en la zona 10 y estoy segura de que llegaré con el tiempo exacto. Y si el parqueo del edificio es como bajar a los siete anillos del infierno de Europlaza, llegaré tarde.
Son las 11:45 y la reunión estuvo un poco más larga de lo estimado, pero terminamos y todo quedó resuelto. Salgo contenta, sintiendo que el día ha valido la pena y que podré tomarme un par de horas esta tarde para pasar comprando un libro a Sophos y disfrutar de mi abandonada hamaca. Al meter el ticket en la máquina del parqueo, me dice que debo pagar Q54 por el tiempo que dejé el carro debajo de un rótulo que indica que no se hacen responsables de si, misteriosamente, alguien rompe un vidrio y se lleva mi computadora.
Aún me quedan un par de mandados más en diferentes centros comerciales: le dejo a cada uno Q20 más. Los parqueos, esos rincones de condena a los que nos somete esta ciudad tomada por los absurdos, me han sangrado hoy Q94 y un rayón en la portezuela que me costará mínimo Q1,000 arreglar.
Adiós a mis ganas de regalarme un libro.
Esta urbe es un Frankenstein mal armado: un monstruo poco amigable cuyas extremidades se anudan, se alargan y se enredan de formas extrañas. El ente superior encargado de autorizar la forma en que esta ciudad se expande no sabe nada de facilitarnos la vida. Lo imagino como aquel meme del Diablito de Derbez presionando un botón mientras se ríe a carcajadas de nuestros intentos por no dejarnos engullir por su fétida bocota.
[frasepzp1]
Es una ciudad en la que se paga por todo, con moneda-metálica y con moneda-tiempo. Dos horas para llegar de un punto a otro sin la garantía de volver a casa sin daños materiales, pero sí con agotamiento emocional y menos plata en el bolsillo. Pagamos sin reclamar por el fantástico derecho a que nos sorprendan con el vidrio del auto roto y no poder reclamar si perdimos algo. Total, lo advertía el rótulo. Salir a las calles de esta ciudad es una escena de guerra: podemos volver rasguñados e incompletos.
Nos han robado los espacios públicos, la libertad de movernos por calles sin dueño o el parqueo al menos como incentivo para comprar en sus espacios comerciales. Perdimos la posibilidad de caminar largos trechos para llegar a nuestro destino o de abordar un bus con la tranquilidad de perdernos en las hojas de un libro durante el trayecto. Nos dejaron sin el privilegio de tener transporte propio para movilizarnos con comodidad. Todo lo que tenemos es una jaula de cuatro ruedas para atrancarla en el tráfico bajo el ardiente sol.
Voy llegando a casa y justo ahora se enciende la luz que anuncia que el tanque que llené esta mañana está vacío.
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