En las últimas semanas ha habido una preocupación constante de la ciudadanía en señalar las condiciones precarias de seguridad que aquejan a muchos ciudadanos, en especial a las mujeres y a las niñas. Los recientes acontecimientos han reforzado la noción de una sociedad que, lejos de garantizar la protección de sus ciudadanos, alienta comportamientos marcadamente desviados, que muchas veces terminan en tragedia, tal como ocurrió con la niña Sharon Figueroa. Este caso, lamentablemente, no es aislado: en el período 2015-2020 se registra un total de 4,913 menores desaparecidos, según datos del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM). La mayor parte de ellos permanecen sin castigo hasta la fecha.
La profundidad del problema se evidenció en la última semana. Luego de saberse los detalles del asesinato de la pequeña Sharon en el departamento del Petén, surgió la denuncia airada de una madre en San Marcos que denunció el acoso continuado a su hija de nueve años por parte de un individuo e igualmente señaló la indiferencia total por parte de las autoridades respectivas, que argumentaron que no podían hacer otra cosa que investigar, lo cual en Guatemala es sinónimo de que probablemente todo terminará en absolutamente nada. Por supuesto, luego de que se conociera que en este caso particular existía una cámara que había captado el suceso, inmediatamente se produjo la acción de las fuerzas de seguridad. Al momento de escribir estas notas, el presunto acosador se encuentra prófugo.
El ejemplo anterior demuestra que, en los protocolos del Estado, la protección de los menores no es una prioridad. Aún recordamos de forma dolorosa el evento ocurrido en 2017 en el hogar seguro Virgen de la Asunción, en el cual el agresor fue el mismo Estado. En vez de proteger la vida y la integridad de las adolescentes allí recluidas, la institución encargada las expuso a vejámenes y a violencia sexual, actitud incompatible con la función de protección que debía cumplir y que condujo finalmente a la muerte de 41 menores de edad.
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El problema que dio origen a la tragedia, sin embargo, no ha sido resuelto. Un informe del Unicef del 2020 señaló que la crisis sanitaria por la covid ha reducido los ya precarios servicios que el Estado brindaba a la niñez y a la adolescencia de Guatemala y ha expuesto a las familias a mayores niveles de violencia intrafamiliar, lo cual ha incidido en una mayor vulnerabilidad para los menores, los adolescentes y las mujeres.
También se ha denunciado reiteradamente cómo entre la mayor parte de los operadores de justicia prevalece una cultura de indiferencia e inacción frente a la violencia intrafamiliar, de manera que las víctimas pocas veces obtienen una respuesta decidida y una protección oportuna. Y esto tiende a profundizar la agresión, ya que muchas mujeres prefieren desistir de las denuncias debido a que ven con desaliento la lenta, indiferente y burocrática respuesta institucional. Al final deben volver a enfrentarse cara a cara con sus verdugos, lo cual muchas veces termina en tragedia. Por algo uno de los mensajes que se divulgó en las manifestaciones de repudio del asesinato de Sharon era: «En Guatemala es una condena ser mujer».
La tarea de seguir buscando mejores respuestas institucionales a las amenazas contra la integridad física y mental de nuestros ciudadanos, por lo tanto, sigue siendo una prioridad, con especial énfasis en la protección de los menores y de los adolescentes, así como de las mujeres. La evidencia demuestra que ni el Estado ni la sociedad están a la altura de las circunstancias, por lo cual debemos seguir demandando una respuesta rápida, expedita y eficiente por parte de las autoridades, para que el lema «ni una menos ni una más» se haga realidad.
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