Lo increíble no es sólo el porcentaje de transgresión (muy alto, por cierto). ¡Es la transgresión misma! Para el caso, 56% o 3% da igual: ¿por qué sucede? Pero más aún: ¿por qué es normal cometer tan impunemente estos actos y los naturalizamos con tanta facilidad?
Uno de esos mismos alumnos que participó en la investigación decía ante mi pregunta de si manejaba con algún trago encima: “sí, lo hago”. “¿Y si atropellas a alguien?”, interrogué. “Salgo huyendo”, fue su respuesta cruda. “¿Y si hay un policía cerca de la escena?”, volví a preguntar algo sorprendido. “¡Lo pisteo!... Si son todos unos corruptos esos”, fue su consideración final.
El problema es complejo y sirve para ilustrar cómo funcionamos como sociedad. ¿Podría explicarse el fenómeno en cuestión del irrespeto de los semáforos en rojo (o lo que agregó luego el estudiante) apelando simplemente a la “torpeza” de los choferes? Eso sería demasiado sencillo, y fundamentalmente: incorrecto. Invocar actitudes morales “buenas” o “malas” por parte de los actores implicados es un reduccionismo peligroso. Hay que ver el fenómeno en su conjunto: ¿cómo obtuvieron sus licencias esos pilotos, o el joven en cuestión? ¿Quién supervisa su trabajo? ¿Por qué los órganos de control estatal no son lo suficiente estrictos para impedir esto? ¿Por qué la población no reacciona indignada ante la situación?
Visto así, las cosas se complejizan, pues va quedando claro que se trata de un problema social, cultural, que rebasa en mucho actitudes personales. En definitiva: un problema ciudadano (de la civitas latina), o político (de la polis griega). “Una” conducta transgresora determinada puede ser producto de una psicopatología (un violador, un asesino en serie, un estafador); cuando la misma pasa a ser “normal”, cultural, hecha por todo el mundo, no es una cosa aislada, “enfermiza”, sino un eslabón más de una larga cadena. ¿Dónde arranca la impunidad? ¡No en el chofer! ¡No en el jovencito que puede ufanarse de comprar una licencia de conducir o sobornar a un policía! Ellos son expresión de esa impunidad histórica que nos determina, que recorre toda nuestra historia y se presentifica hoy descarnadamente en cada acto puntual.
¿Por qué histórica? Porque no inicia en ese piloto concreto de carne y hueso que hoy, tranquilo, atraviesa el semáforo en rojo. Esa conducta determinada –reprochable sin dudas– es producto de una acumulación de causas. Si el marco general donde se vive fomenta la impunidad, el autoritarismo, el irrespeto del más débil, ¿por qué el piloto sería distinto? En Guatemala, desde hace siglos el que manda hace lo que quiere sin freno: el varón sobre la mujer, el ladino sobre el indígena, el adulto sobre el joven o el niño, el que está “arriba” sobre el que está “abajo” –¿quién se hace responsable de los 245,000 muertos en la guerra, por ejemplo?–.
En términos sociales somos lo que aprendemos, lo que incorporamos, lo que nos hace seres humanos desde la cuna, o antes incluso. Ninguna carga genética de nuestro genoma decide que seamos corruptos, o altaneros, reyes omnipotentes o marginales de una favela. La impunidad, del mismo modo, es una forma de relacionarnos que se liga con posiciones sociales, con juegos de poder.
Terminó la guerra, se masacró, se violó, se descuartizó a infinidad de indígenas, y las cosas siguen igual. El principal responsable visible de eso, aun habiendo sido condenado, sigue libre por presiones –a su favor, por supuesto– de los grupos de poder. El que manda, no tiene límites. Si eso hace quien conduce un país, también entonces quien tiene un timón en sus manos. ¿Por qué no?
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