Los planes y programas de estudio en las escuelas de primaria y secundaria han cambiado ostensiblemente. Por alguna razón, la enseñanza de la historia —la verdadera o próxima a la verdadera— ha sido disminuida en calidad y manera de enseñarla.
En los años 60 y 70 del siglo pasado había, desde tercer grado de primaria hasta tercero del ciclo básico, a título de importantes cursos, geografía e historia. Y, aunque los contenidos estaban ya trastocados, los programas dejaban suficiente mar...
Los planes y programas de estudio en las escuelas de primaria y secundaria han cambiado ostensiblemente. Por alguna razón, la enseñanza de la historia —la verdadera o próxima a la verdadera— ha sido disminuida en calidad y manera de enseñarla.
En los años 60 y 70 del siglo pasado había, desde tercer grado de primaria hasta tercero del ciclo básico, a título de importantes cursos, geografía e historia. Y, aunque los contenidos estaban ya trastocados, los programas dejaban suficiente margen de albedrío para que el maestro ejerciera su libertad de cátedra.
Hoy la situación es diferente. Con honradas excepciones, muchos docentes carecen de los conocimientos mínimos para enseñar historia y geografía, razón por la cual lo hacen provocando más daño que bien. De esa cuenta, a personajes como Pedro de Alvarado o Pedro Arias de Dávila se los ve como caballerescos conquistadores que vinieron a civilizarnos, cuando en la realidad no pasaban de ser miembros de una caterva de ambiciosos que se traicionaban entre ellos mismos y no dudaban en ejercer el asesinato para acomodarse al mejor postor o a sus propios intereses. Y, merced a la desinformación que hay en las escuelas, se los recuerda hasta con cierta veneración. Razón demás para que repitamos una y otra vez los crasos errores que han signado a nuestra patria con sangre y fuego.
Ni qué decir de nuestros supuestos próceres, quienes —como Gabino Gaínza— saltaban de un bando a otro con una facilidad increíble. Aun así se los exalta en las fiestas patrias.
Ayer culminé un viaje de estudio de campo. Desde dos años atrás estoy haciendo acopio de información acerca de un personaje poco conocido llamado Antonio de Valdivieso, un obispo dominico asesinado en León, Nicaragua, a mitad del siglo XVI. Tal y como lo expliqué en mi artículo de la semana pasada, pretendo escribir una novela histórica acerca de su persona. Imposible entonces no encontrarse con otros protagonistas de la época como Vasco Núñez de Balboa y Francisco Hernández de Córdoba, ambos con algunos o varios méritos personales. Pues bien, los dos murieron decapitados por su inmediato superior, el tal Pedrarias Dávila. Con el agravante de que Núñez de Balboa era su yerno. El origen de las riñas no pasaban de ser desleales rivalidades empresariales llevadas al extremo. No ideales de la caballería, y menos de la evangelización.
No estoy descubriendo el agua salada. Empero, pregunto apelando a la conciencia: ¿se comentan estas causas cuando medio se tocan estos temas en los centros educativos? Monseñor Pedro Casaldáliga ilustraba: «… Y desde luego, pienso yo, la mejor manera de comprender y de asumir los famosos 500 años —de descubrimiento que no lo fue y de evangelización que muchas veces dejó de serlo— será oír y seguir a los testigos de vista y de vida, y sobre todo a los testigos de muerte. Delante de la sangre incontestable de un mártir se caen por sí solas las leyendas».
Vistos y oídos los últimos sucesos en Guatemala, los que nos tienen de cabeza, sigo convencido de que es necesario echar pasos atrás. Recomenzar. Volver nuestra vista a los niños y los adolescentes —ciudadanos en ciernes— y contarles, cuando menos, una aproximación a nuestras verdades. De no hacerlo, pasaremos dos siglos más lastimándonos y sin tener un propósito en común como pueblo y como nación.
No hay mejor suerte ni mejor destino que los forjados por uno mismo. Y para ello es preciso ilustrarse. Bien diría monseñor Rodolfo Quezada Toruño: «No busquemos pingüinos en nuestras playas».
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