El mismo consiste en nuestra abrumadora tendencia a ver todo aquello que confirma nuestras creencias, prejuicios o ideas preconcebidas, mientras que ignoramos la evidencia que les contradice. Es un problema muy común en la academia, pero también en otras áreas de la vida, como la política y la religión. Dicho sesgo se exacerba cuando los instintos tribales se activan y nos esforzamos en sobremanera por demostrar que tenemos la razón, mientras que el resto está equivocado.
Aunque Guatemala está aún lejos de convertirse en la sociedad secular a la que algunos aspiramos, en nuestros tiempos son pocos los casos de la élite educada en los cuales se recurre a dogmas religiosos para respaldar un argumento. Por ejemplo, ningún católico se animaría a debatir diciendo que su punto de vista es “la verdad” porque así lo dijo el Papa de Roma, a quien consideran infalible en cuestiones de doctrina. Tampoco un evangélico estudioso de la Biblia la utilizaría interpretándola textualmente, debido a las múltiples contradicciones e inconsistencias que la misma contiene, por más que la conciba como Palabra de Dios.
De hecho, se espera que a más educación haya menos dependencia en las creencias religiosas. Sin embargo, para muchas personas educadas la ideología política se constituye en su nuevo credo. Uno con sus propios dogmas y sistema de creencias sin fundamento empírico. La ideología política funciona como un cohesionador entre los que piensan igual sobre cierto modelo de sociedad ideal, facilitándoles la identificación de un Nosotros en contraposición con los Otros, es decir, quienes piensan de forma diferente. Ello implica que el sentido tribal de pertenencia también genera incentivos para la cooperación al interior del grupo, mientras que promueve la competencia hacia el exterior. Los Otros se convierten, en el mejor de los casos, en rivales.
Ante crisis políticas como la que ahora vivimos en Guatemala, debido a los trágicos, lamentables y condenables acontecimientos en Totonicapán, se disparan los instintos que tienden a polarizar a la sociedad en torno a ciertos ejes ideológicos. Recuerdo, en la misma línea, los intensos debates y radicales posicionamientos que también generó el golpe de Estado en Honduras en 2009. En ese entonces, como ahora, se pedía militancia en defensa de una u otra causa que se considera como justa o, peor aún, como un valor absoluto –algo irrenunciable, no negociable. El problema es que la ideología de cada grupo, basada en dogmas y servida por el sesgo confirmatorio, es el criterio para definir lo justo, bueno y verdadero. En contraste con lo que creen los Otros, considerado como injusto, malo y falso. De esta manera, se cae en el fanatismo ideológico que impide el razonamiento, llegándose al extremo de incluso confundir los argumentos contrarios con quien los emite, por lo que el Otro es quien personifica al mal, la injusticia y la falsedad. Ya no es solo un rival, sino que se convierte en un enemigo ideológico, y así se cierra la posibilidad del diálogo y la cooperación.
Aquí es donde la ideología política se vuelve tan peligrosa como los credos religiosos, facilitando la movilización para ejercer violencia contra los Otros. La historia del siglo XX es una triste bitácora del poder destructivo de las ideologías en todos los rincones del planeta. Guatemala fue un escenario más del enfrentamiento ideológico convertido en violencia fratricida. Cada bando, convencido de ser poseedor de la verdad, se afanó por eliminar al Otro utilizando los recursos a su disposición. De tal manera que perdimos todos, y nos alejamos del sueño nacional de convertir al “nosotros” y a los “otros” (ambos con minúscula) en un Nosotros (con mayúscula) más amplio y pluralista, es decir, más incluyente y mucho más diverso. Ojalá no volvamos a cometer los mismos errores del pasado.
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