La Historia la escriben los vencedores

Las autoridades de los tres poderes son honestas, honradas, trabajadoras, solidarias, respetuosas de los ciudadanos de a pie, dicen siempre la verdad y se preocupan porque la institución donde laboran cumplan sólo con las funciones para las que fueron creadas. Viven sacrificadas de preocupación por los cargos públicos que ocupan y jamás, eso lo sabemos con certeza, cometen actos de corrupción, mucho menos abusan de su autoridad, peor aún, jamás han osado amenazar, levantar falsos testimonios ni tergiversar las leyes ni sus funciones en contra de los ciudadanos honestos, pues siempre los problemas públicos y privados los solucionan de manera pacífica, por medio del diálogo, la tolerancia y la buena voluntad. Lo más sorprendente de todo es que manejan los fondos públicos con una probidad extraordinaria: el dinero de los impuestos siempre sobra porque además de invertirlo en el beneficio del pueblo en sólidos proyectos de infraestructura y educación, ningún funcionario osa tomarlo ni malversarlo, pues temen las consecuencias que ello implicaría.

El país en que vivimos, también, es uno en donde no existe la pobreza. Tenemos las mismas posibilidades y por qué no decirlo, paradójicamente, las aprovechamos. En este país no pasó nada, como dijo el poeta. Aquí tampoco existe la infamia ni el olvido: cada uno, tarde o temprano, recibe lo que merece, tal y como trabajó para obtenerlo.

Es cierto, somos un país multicultural, pero más bien eso es un asunto teórico que no se ve en la cotidianidad, porque los otros (los que no se visten, respiran, hablan, comen, caminan y piensan como “nosotros”), no forman parte de nuestro mundo y, al mejor estilo berckliano, por lo tanto, no existen. Son bellas estampas turísticas y bucólicas, ciertamente relacionadas con un pasado glorioso que ya hace siglos no es, y en consecuencia, no nos preocupa. A esos otros, desde entonces, sólo los vemos como los estereotipos de lo que imaginariamente nuestra sociedad ha construido sobre ellos: son los don nadie, los sin derechos, los que si desaparecen, se enferman o se mueren no importa, porque no nos enteramos, y si nos enteramos tampoco nos importa. Debemos reconocer que hay tantos, que preferimos luchar por los derechos de los gatos y los perros, antes que por los de ellos. Sus rostros aunque son del color de nuestra piel, son espejos en los que no queremos mirarnos porque nos asusta pensar que algún día puedan finalmente reconocerse que tengan nuestros mismos derechos (aun cuando las leyes digan que ya los tienen) y, oh, el peor de los horrores, quieran ocupar el sitio al lado de nuestra la mesa, el pan, las ganancias, el país.

Pero todavía no nos preocupemos. Mientras los que tengan el poder sigan siendo los autores de la   Historia, esos que dicen que sí hubo genocidio podrán tener voz, pero no tienen voto. Por eso estoy de acuerdo: en esa Guatemala idealizada, donde los vencedores escribieron y escriben la Historia, no hubo genocidio.

Pero resulta que no sé por qué, por más que lo intento, y de verdad que he hecho grandes esfuerzos por lograrlo, en la Guatemala donde yo vivo y me despierto cada mañana, la realidad es otra.