Los rumores de guerra, que nunca han estado ausentes del todo en el planeta, arreciaron de manera sostenida desde inicios de este año, hasta que a finales de febrero, finalmente se produjo lo que parecía inevitable. Desde entonces, buena parte de las noticias, que giran en torno a la escalada de violencia, provienen del territorio europeo, escenario donde chocan las fuerzas que pretenden afianzar sus propios intereses, sin importar el costo que estos signifiquen para el resto del mundo.
En el debate público, abundan los comentarios a favor de uno u otro bando, cada uno intentando hacer ver al contrario como el gran enemigo a vencer. En mi caso particular, hace rato que no caigo en este tipo de pensamiento dicotómico que intenta presentar un cuadro donde solo existen dos posibilidades: los buenos contra los malos. Para algunos, los buenos son los países occidentales, al mando de Estados Unidos y de la alianza de la OTAN. Para otros, los virtuosos son Rusia y sus aliados, ya que ellos solamente están respondiendo a la incesante amenaza expansionista de los países occidentales, que de manera sistemática, intentan detener cualquier amenaza a la hegemonía norteamericana y de la región occidental de Europa.
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En la realidad, la dicotomía de los buenos-malos casi nunca es real: como en un espejo, existe un posicionamiento de un bando, que frecuentemente responde al movimiento del opuesto, por lo que usualmente cuando hay una escalada de la violencia, esta debe ser explicada en función de un proceso paulatino de acción-reacción. En ese sentido, el conflicto entre Rusia y Ucrania no se ha gestado de la noche a la mañana: lleva desarrollándose durante décadas, en las cuales se han ido tejiendo una maraña de intereses geopolíticos y geoestratégicos que hacen difícil identificar quién es el bueno, y quién el malo. Al final, dos superpotencias con ansias expansionistas chocan entre sí, dejando a su paso una estela de destrucción y muerte que amenaza con convertirse en una confrontación de mayor envergadura.
El problema fundamental es que el planeta tierra se ha quedado muy corto para los intereses vorágines de cada uno de los bandos, que intentan ampliar y expandir de manera incesante la capacidad de acaparar la mayor cantidad de beneficios, aún a costa del sufrimiento de millones de personas. En este caso en particular, no sólo de quienes son víctimas directas de la violencia como lo es la población ucraniana, sino de los muchos ciudadanos alrededor del mundo quienes ahora sufren una escalada de precios en una ya vulnerada situación económica producto de la pandemia por COVID-19.
Los pronósticos a futuro inmediato aún son fuente de un intenso debate, especialmente para quienes pronostican un efecto dominó que puede intensificar los conflictos y la violencia. Por ejemplo, se menciona que la actitud pasiva de China se debe a que tiene un particular interés en visualizar el rumbo de la invasión rusa. De resultar exitosa, China continental tendría mucho interés en replicar el mismo patrón contra lo que ellos consideran una provincia rebelde: Taiwán. Indudablemente, estaríamos en presencia de un nuevo y renovado capítulo en la larga lista de ejemplos en los que se demostraría la sed de las potencias dominantes por expandir, avasallar y conquistar todo aquello que les resulte atractivo.
Lamentablemente, este conflicto le ha proporcionado un impulso dramático a la industria militar, especialmente con el viraje que han tenido países de amplia trayectoria pacifista como Suiza, Suecia y Alemania, con lo que los pronósticos sobre el futuro, ahora están amplia y profundamente ligados a la incertidumbre, la sombra de la violencia y la de los malos augurios sobre un mundo que ha logrado avances increíbles en todas los campos del saber, pero que sin embargo, sigue siendo el ejemplo vivo de lo que Thomas Hobbes ya había anticipado hace mas de 300 años: «el hombre es un lobo para el hombre».
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