En un espacio tremendamente local y mucho menos ostentoso, nuestro país, cada vez que se conmemora un año más de la gesta revolucionaria de octubre de 1944 nos pasa algo así a muchos guatemaltecos. Añoramos, por un lado, los logros alcanzados en una época de la que ya no quedan testigos y que por ello, además, se va mitificando. Por otro lado, vemos esos logros como cuestiones que, dado el contexto actual, difícilmente podrán volver a llevarse a cabo en un futuro mediato.
¿Cómo habría sido Guatemala hoy si la Revolución de octubre de 1944 hubiese continuado? Inútil preguntárnoslo. Son conjeturas. La verdad es, no obstante, que, con sus múltiples errores y desaciertos, fue la época más digna de nuestra historia.
A nivel social, entre otras cosas, se perdió la oportunidad de crear una identidad como nación. Ello implica, por ejemplo, compartir una serie de valores y los correspondientes comportamientos que se derivan de estos y que se aplican en las distintas áreas de la vida. Sin embargo, al no contar con un proyecto de nación conjunto, que involucre a todos los sectores sin distinción, los guatemaltecos de 2021 deambulamos cada uno por nuestro lado. Unos son más individualistas (en el sentido básico del término) en tanto su prioridad es solo cómo sobrevivir el día de hoy al torbellino que implica la falta de oportunidades, de comida, de un trabajo digno. Otros, por su lado, ven con decepción cómo, aun cuando existan las instituciones que deberían velar por sus derechos, estas están más que resquebrajadas. Difícil, por no decir casi imposible, que en estas circunstancias se cumpla el artículo 2 de la Constitución: «Es deber del Estado garantizarles a los habitantes de la república la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona».
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Vale la pena, entonces, preguntarnos cuál de estos aspectos cumple en realidad el Estado de Guatemala para la vida digna de sus habitantes. Lo leo y parece, de manera superficial, que ninguno. Incluso, ni siquiera para las personas que cuentan con mayores recursos económicos.
Por ello, la principal preocupación de quien se dedica a la política en cualquier nivel una vez que obtiene el puesto al que aspira, y salvo algunas honrosas excepciones, es buscar satisfacer sus intereses personales bajo el disfraz de hacer el bien común. El funcionario público que llega, asimismo, a ocupar un cargo en esta área, igual. Se tiene también una mentalidad cortoplacista, de tratar de conseguir las máximas ganancias a partir del mínimo esfuerzo.
Tampoco es algo que sea reprochable, sino más bien comprensible. En un Estado que en términos concretos no ofrece casi ninguna garantía a sus ciudadanos, el sálvese quien pueda pareciera ser el único objetivo.
Sin embargo, sabemos que este tipo de situaciones son insostenibles para el desarrollo saludable o para la simple supervivencia no solo del individuo, sino de la sociedad en su conjunto. Se necesita un mínimo de seguridad, un poco de confianza, un hálito de esperanza, una leve motivación para vivir el día a día sin derrumbarse ante los avatares de la vida. Para sobrevivir a la pandemia. Para creer que un presente y un futuro mejores son posibles en el planeta y en el país.
¿Qué haremos? ¿Morirá también nuestra generación mientras nos sentamos en una silla mecedora para abanicarnos el polvo de la nostalgia por ese 20 de octubre que ya nunca fue?
No hay respuesta. ¿O sí?
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