Las terribles particularidades de La finca eran: Contar con su propia cárcel, su propia moneda, el almacén de productos básicos que se compraban únicamente con el metálico de la hacienda y su infaltable negrito, ser horroroso producto de la zoofilia entre un negro y una vaca.
A la finca se podía llegar como dueño, invitado o mozo colono. Como dueño, mediante compra o usurpación; como invitado mediante convite del patrón y ello significaba comida gratis, paseos y esparcimiento; y como trabajador —tarea reservada para los q’eqchíes— mediante el estatus de mozo. De esa condición, se salía solo para el cementerio.
El inicio de estas desgracias las describe muy bien el obispo Gerardo Flores en su Primera Carta Pastoral de 1985. Refiriéndose al despojo de los q’eqchíes en Verapaz dice: “La injusticia consistió en que los territorios fueron entregados con sus bosques, sus fieras y sus indios…” Y esas condiciones, impuestas por los extranjeros recipiendarios, fueron imitadas ipso facto por finqueros locales. Una minoría que hasta la fecha, comete tropelías dignas de una película de terror.
Cada finca tenía su propia moneda. Yo guardo unas fichas llamadas Cajones. Pertenecían a la hacienda de los padres de un amigo mío y lo espeluznante es que, habiendo moneda nacional, en esas fincas se pagaba con el dinero acuñado por el patrón y no servía para comprar ni siquiera en el almacén de otra finca. Monetariamente, imposible salir de su demarcación geográfica.
Cada finca tenía su propia cárcel. La justicia la impartía el finquero. Días de cárcel o pago en metálico por faltas inexistentes e inventadas por el señor feudal. La cárcel también tenía otra connotación: Asegurarse de que el mozo colono no huiría porque se ponía de inmediato en la mazmorra a la esposa y/o a sus hijos.
El almacén de la finca era indispensable. Granos básicos (los muy básicos), azúcar, sal y otros menesteres para la supervivencia del mozo colono y su familia. Allí, solamente se podía comprar con la moneda que se utilizaba para el mal pago de los jornales. Y como la cascada del pecado es imparable, cuando los finqueros locales imitaron esta felonía, ya no pagaron con metálico sino con unas tarjetas que firmaba el administrador del latifundio y con ese documento, podía el mozo cambiar jornales por víveres. Se sabe de una finca que hasta hoy, mantiene tal condición, por supuesto, en forma solapada.
Y el negrito, nacido de las relaciones sexuales entre un negro y una vaca, fue un invento que los finqueros echaron a rodar cuando se dieron cuenta que, algunos colonos, para paliar su hambre y la de su familia, o tener algo para beber a más de agua de escorrentía, cortaban fruto de café maduro para procesarlo a escondidas o comérselo in situ. Crearon entonces la leyenda del negrito y esa entidad era mala: atacaba, golpeaba y mataba incluso a quienes robaban el café. Su morfología era: Patas de vaca, cuerpo vacuno hasta la cintura y humano del talle para arriba. Por supuesto, todo era un disfraz.
En 1916, siendo Jorge Ubico Castañeda Jefe Político de Alta Verapaz, mi abuelo paterno —asistente del futuro dictador—, encontró un negrito rondando su casa. Mi abuelo descargó su tolva sobre la sombra y luego, por orden de Ubico, se siguió el rastro de sangre que llevó a un piquete de soldados hasta la Finca Chimax. Allí, se encontró un alemán herido. El herido se trasladó a la ciudad capital y parte sin novedad. La leyenda continuó.
Así era el concepto de La finca hasta muy entrada la segunda mitad del siglo pasado en la Verapaz del Norte. Y de estas ingratitudes todavía hay quienes opinan —abogados incluso— que: “En esos años llegó el progreso a estas tierras…”.
Vaya usted a saber qué progreso.
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