La semana pasada, en Costa Rica, el presidente Carlos Alvarado fue hostigado por un grupo de ciudadanos en un lugar público. ¿Es posible que, a tan pocos meses de estar sentado en la silla presidencial y habiendo sido elegido con más del 60 % de los votos emitidos, sea hoy tan malquerido? ¿No será más bien que ese malestar ciudadano ha estado allí agazapado por varios años y ahora se materializa en la figura del presidente?
La sociedad costarricense está dividida y confrontada por problemas estructurales que no han sido resueltos desde hace décadas. El sistema económico vigente ha excluido y empobrecido a un sector de la sociedad cada vez más grande, mientras que solo unos pocos se han visto favorecidos. El resultado es que Costa Rica es hoy uno de los países de la región donde más se ha incrementado la desigualdad. Escandaloso de por sí, pero más aún si volteamos a ver que, en los años 90, este país estaba entre los más igualitarios.
Los sectores excluidos, que cada vez son más, están encrespados con esta situación y con quienes, estando en el poder, no hacen nada para cambiarla. Basta una chispa para que agarre fuego la mecha. El pueblo tico no es violento, dijo el presidente Alvarado y regresó al lugar donde lo habían increpado en señal de buena voluntad. Es cierto lo que afirma el mandatario, pero también es cierto que la gente está desesperada y quiere soluciones reales y palpables.
Este desaliento y frustración que se vive en Costa Rica también se observa en Guatemala, Venezuela, Argentina, Brasil y muchos otros países. Vivimos una era marcada por el desencanto ciudadano hacia los políticos y hacia la democracia. Quizá también el desaliento sea hacia ese sistema económico que premia a unos cuantos y excluye a la gran mayoría, solo que aún no articulamos que este y aquellos están relacionados.
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La ciudadanía apuesta en cada elección por aquel personaje que cree que le resolverá su situación, pero, al ver que nada mejora, empieza su frustración y el malestar hacia ese líder por quien votó en las urnas. El descontento se incrementa cuando salen a la luz pública casos de corrupción vinculados con las autoridades: esa corrupción que en menor o mayor escala siempre había existido, pero que la mayor parte de la ciudadanía desconocía y ante la cual a esta le era difícil articular una respuesta inmediata.
El acceso masivo a Internet y a las redes sociales ha democratizado el acceso a la información y a la opinión. Antes de este mundo digital, la información nos llegaba a cuentagotas y extemporánea. La opinión pública estaba delegada en unos cuantos sabiondos que tenían voz en los medios de comunicación. Los teléfonos celulares inteligentes cambiaron para siempre este paisaje al poner a disposición de cualquiera la información de manera inmediata. Asimismo, el acceso a redes sociales abrió la puerta para que todo el que quisiera y tuviera un celular pudiera emitir su opinión de manera informada o no. El caso es que todos queremos opinar y algunos hasta insultar.
En principio, se puede decir que ahora estamos mejor que antes, ya que se democratizó el acceso a la información y se logró avanzar hacia una participación y un control ciudadano mayores. De ahí que la ciudadanía esté menos dispuesta a tolerar las fallas de sus gobernantes.
Sin embargo, esto que parece ser un plus de la democracia también se está convirtiendo en su principal depredador. Para este nuevo ciudadano digital, ningún político da la talla y la democracia es una camisa que no tiene mangas. Por eso debemos pensar cómo potenciar esa voz ciudadana para que no sea el verdugo implacable y se transforme en el catalizador y operador de las demandas ciudadanas.
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