Porque vaya si el nuevo Papa ha cambiado la conversación. De una iglesia asediada por los escándalos de corrupción y abuso de menores –o más bien, por lo que se percibía como una falta de acciones claras en ese tema– la conversación ha cambiado a lo diferente que es el nuevo Papa.
Cuando piensa en la Iglesia, la gente ya no se imagina a los curas con los patojos o en los desfases del banco vaticano. Más bien vienen imágenes de un papa que paga su hospedaje, le lava los pies a los presos y así, a bote pronto, dice a bordo de un avión de Alitalia que quién es él para juzgar a los homosexuales.
Ya si es sincero o si son más bien estrategias de marketing para la era del Twitter, allá él y Dios. Quiero pensar que se hablan todos los días. Eso y el tiempo, que de todo se encarga, dirán si el hombre quiere cambios o cambio de imagen.
Pero al margen de las jugadas de efecto, a mí el hombre me echó a la bolsa cuando dijo que duda. Porque si alguien que por contrato tiene que vendernos infalibilidad se permite la duda, entonces quiere decir que yo también he de poder dudar de vez en cuando.
Para mí, que la existencia supone moverme a tientas, tratando a ciegas de descifrar los signos y señales que me presenta la vida diaria, me da algo de esperanza saber que hay al menos alguien más que duda en este mundo.
En una época, en un lugar –el desierto no deja de ser este país, aunque a veces se esfuerce tanto en no parecerlo– en donde la certidumbre es la coraza con que todo el mundo se reviste, supongo que han de pensar que soy un imbécil.
Son seguros de sí mismos, de sus carreras, de sus trabajos, de sus datos, de sus fuentes. Están seguros de todo y yo, pues, yo… a veces dudo hasta de lo que me cuenta mi mamá.
Y puede que sea un poco de paranoia (alguna mella hace haber crecido con alguien cuyos motivos siempre eran ocultos y parecía estar buscando un fin ulterior), pero si de algo estoy seguro es que nada, nunca, es lo que parece.
Siempre hay algo que no logramos abarcar, un matiz que se nos escapa, un detalle cuya ausencia hace que la verdad, esa Verdad con V mayúscula, sea coja, incompleta. Esa verdad a medias, al 75% al 98% que nunca va a ser total y que jamás va a dejar de inquietarnos en las noches de insomnio.
Los sentidos nos engañan y no nos es dado asir la realidad en toda su extensión y quizá por eso intuyo que las cosas que se me presentan, hasta el dato más trivial, vienen envueltas en niebla y oscuridad.
Una oscuridad que no se quita ni debajo de un sol que cae a plomo sobre el alto desierto en Nuevo México. Abrasa todo y marchita todo, menos a los saltamontes de colores imposibles que brincan encima del cadáver de una serpiente.
El día es luminoso y camino a la par de un hombre que acaba de perder a su hijo. “Iba en la palangana del picop, él se ofreció para que otro muchacho, más joven, pudiera ir seguro. Ese era mi hijo”.
Vamos a buscar un caballo que el hijo iba a comprar antes de que muriera en el accidente. El hombre se aferra a un lazo de esos que usan los vaqueros para lazar terneras, intenta hacer un aro con la cuerda y la lanza hacia un poste. Yerra. Pero no importa, él está reencontrándose con su hijo muerto, recorriendo los lugares donde pasó sus últimos días el adolescente.
Busca eso, la verdad. Una certidumbre que le permita seguir, cerrar el capítulo. O más que eso, busca pistas que pueda usar para construir su verdad, una versión de los hechos que le permita seguir adelante.
Y creo que eso hacemos todos. Ante una realidad que se nos escapa como fantasmas, buscamos formas, coincidencias. Hacemos cosas concretas a partir de volutas de humo.
No es que sea un martirio; tampoco se trata de quejarse. Al final de cuentas, supongo que los ciegos hacen lo mismo: interpretan la realidad como mejor pueden.
Quizá es que en algún momento de mi juventud hice algo que terminó cambiando radicalmente la arquitectura de mi cerebro, cómo percibo la realidad. Justo de eso hablaba con unos colegas mientras nos despachábamos unas tortas de cochinita pibil en una fonda a la orilla del camino el sábado.
No tanto de mis problemas para asir la realidad o, más bien, para asegurarme que algo es cierto. Más bien hablamos de mis avatares en la escena fiestera de la España de mediados de los 90.
Horas más tarde, en la orilla del camino –de otro camino– una mujer está atrapada dentro de un auto que acaba de volcar. Alguien rompe el parabrisas a hachazos, alguien más empieza a destazar la camioneta con unas tijeras hidráulicas, otro más se ha logrado colar dentro del auto por la ventanilla trasera y le detiene la cabeza.
Le habla –más bien le grita– en medio del ruido de las máquinas con una voz que quiere ser tranquilizadora pero autoritaria a la vez. Quiere que se tranquilice, que deje de pensar en las cosas malas que han pasado hoy y que se concentre en el momento, en ese preciso momento en el que ella tiene que salir del auto.
Es en ese momento, mientras la mujer lucha con frenesí por tranquilizarse, mientras todo es un caos, mientras el ruido sigue afuera y los cristales que saltan por todos lados lanzan reflejos –que durante una milésima de segundo recuerdan a las luces de una discoteca perdida en el fondo de una memoria borrosa–, en ese momento que dura lo que un parpadeo, lo que se tarda en tomar una fotografía, todo se alinea y parece real. Todo parece verdadero durante una milésima de segundo. Pero es un momento, apenas un momento que no sirve de asidero para seguir adelante.
Horas más tarde, lo único que es cierto es la dispepsia.
Más de este autor