A principios de la década de los 60 del siglo pasado, una comunidad de pueblos originarios de las Verapaces fue desalojada de sus tierras, esas que trabajaron y en las que vivieron por siglos. La razón: utilizar los terrenos de esas comunidades para construir las instalaciones de una dependencia castrense, una zona militar. Como resultado de este hecho, producido ilegalmente y con absoluto abuso de poder y de la ley, las familias que habitaban en la finca Chicoyóu vivieron un desplazamiento forzado.
Pero no quedó allí la acción perversa del Estado en contra de la población que debía proteger y por cuyos intereses debía trabajar. No, pues la zona militar fue construida al inicio de las acciones contrainsurgentes, que derivaron en genocidio, puestas en marcha por el Ejército. Los abusos contra la comunidad abarcan un abanico de crímenes sociales que llegan incluso a la desaparición forzada y a la ejecución extrajudicial de sus líderes.
Asentada en terrenos fuera de sus tierras originarias, en seguimiento de la tradición de los pueblos de no perder su nombre, se erigen como Chicoyogüito. Como tal inician la gestión para recuperar sus tierras: una labor legítima, legal y que, sin embargo, representó un alto costo para esa población. Entonces, el Ejército, como parte del terror contrainsurgente, se ensañó con Chicoyogüito. Las familias de la comunidad sufrieron persecución y pérdida de familiares, amigos, líderes. Desaparición forzada y ejecución extrajudicial fueron los hechos que junto con otros delitos se sumaron a la carga contra una población que ejercía sus derechos y reclamaba justicia.
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La tierra, la madre que parió las culturas y las comunidades, también parió con profundo dolor la verdad que le dio la razón a Chicoyogüito. De las instalaciones militares que se edificaron en los terrenos de donde se desalojó a la población fueron exhumados los restos de más de 500 personas. En el proceso, realizado por la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), han sido identificados positivamente más de cien cuerpos, varios de ellos de las familias de Chicoyogüito y otros de otras comunidades cercanas a la zona de las Verapaces. Todas las víctimas fueron reportadas como desaparecidas.
De esa cuenta, las tierras, inicialmente cultivadas para la vida y luego despojadas por el emisario de la muerte, fueron convertidas en una fosa gigantesca, la más grande de América Latina en los tiempos actuales, según confirma la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en su reporte de visita de 2017.
Poco más de medio siglo después atestiguamos un nuevo hecho que pone en evidencia la barbarie, la estulticia, la podredumbre de quien ostenta el poder y lo usa para el mal. Se relaciona con la tragedia derivada por la erupción del volcán de Fuego en junio de este año. A las consecuencias de un fenómeno natural, acentuadas por la incapacidad, la indolencia y la corrupción, se suma la maldad expresada en varios niveles y hechos. Primero, la orden de detener los procesos de búsqueda de personas, aparejada a la insistencia de mantener en un número mínimo la cantidad de víctimas fatales.
La ignominia más reciente son las declaraciones del titular de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), quien dijo que los restos encontrados no eran personas, sino pedazos. A esto se añade la demolición de casas sin autorización de sus propietarios y, lo que es peor, el acto de depositar los restos de personas encontrados entre los escombros en bolsas plásticas a la vera del camino, como si se tratase de basura.
Chicoyóu en 1962, Chicoyogüito en los años 80 y las víctimas de la erupción del volcán de Fuego son la muestra palpable de la dignidad humana por recuperar la memoria y sostener el amor, aunque también de la maldad y la perversidad elevadas a rango de Gobierno de la república.
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