Con el triunfo de la Revolución Sandinista, Honduras fue convertida en un inmenso portaaviones desde donde, transgrediendo todas las normas y reglas internacionales, se atacó al incipiente gobierno nicaragüense. Creyendo en un simplista efecto dominó en la región, luego del triunfo sandinista las guerrillas guatemalteca y salvadoreña incrementaron sus acciones y los ejércitos de ambos países multiplicaron su guerra sucia contra población civil y líderes políticos no vinculados a la lucha armada. Acabar con todo pensamiento crítico fue la consigna en Guatemala, quitar el agua -población- al pez fue la consigna en los dos países, sucediéndose una tras otra masacres sobre población supuestamente influenciada por las guerrillas. La insurrección salvadoreña logró cercar la capital, la guatemalteca fue arrinconada en las montañas del altiplano.
Pinochet era el santo caudillo de todas las derechas de la región, y sus tropelías sanguinarias y monstruoso enriquecimiento ilícito gozaron de la bendición de obispos, pastores y magnates regionales, quienes sólo tenían ojos y oídos a las proclamas neoliberales que los “Chicago boys” desde Santiago pregonaban.
En Costa Rica, el Estado de bienestar que socialdemócratas, comunistas y socialcristianos habían constituido, bajo la tutela de los primeros luchaba por sobrevivir pero, como le sucedía a todas las corrientes socialdemócratas de la época, acríticamente abrazaron el discurso privatizador y reductor del Estado y, sin que el supuesto crecimiento estable y sostenido se produjera, el acelerado empobrecimiento de las clases medias fue una de las consecuencias palpables.
En 1992, la derecha salvadoreña desesperadamente firmaba la paz para así tratar de cerrar las puertas a su evidente debilitamiento político y social. Se negociaba la paz y se dejaban para después las cuestiones sustantivas: las causas políticas y sociales que habían dado origen a la insurrección. En Guatemala se iba más despacio, no había un empate militar pero si un permanente desgaste del control oligárquico sobre los militares, por lo que aprobados acuerdos sustantivos se logró firmar la paz en 1996.
Casi dos décadas habíamos perdido los centroamericanos con relación a los avances políticos y sociales del mundo todo, pero la firma de la paz y la permanente presencia de sandinismo como fuerza política importante de oposición en Nicaragua hacía pensar que ¡ahora sí! Aunque fuera con atraso de más de 50 años, en la región tendríamos organizaciones políticas de derecha e izquierda capaces de librar sus debates ideológicos dentro de los límites que la democracia impone.
Ya no se pretendía modificar de golpe y radicalmente el modelo económico, la utopía de la revolución socialista quedaba para la historia y se asumía con pragmatismo, desde derechas e izquierdas, que la opción era el capitalismo, al que unos insistían en hacer más y más excluyente con la mirada y las ansias puestas simplemente en el crecimiento económico y otros, con escasos recursos pero mucho entusiasmo, pretendían hacerlo más humano e incluyente.
En El Salvador, derecha e izquierda asumieron claramente su papel y durante 20 años, el partido de la derecha se impuso a una tenaz y bien organizada izquierda que hizo de la democracia un propósito y no sólo una consigna. Pero ARENA no consiguió profundizar su revolución conservadora y día con día la población fue comprendiendo que la izquierda ni se come a los niños ni mucho menos quieren destruir el país. Todo lo contrario, demostraban como oposición en el Congreso y luego haciendo gobierno que hay en los cauces democráticos espacio para resolver las grandes diferencias y lograr que los eternamente postergados comiencen a ejercer su ciudadanía. Ya no es Cuba ni Fidel la referencia unívoca, ahora lo son Lula, Kirchner y Bachelet. Hay en la izquierda más paciencia y criterio para los cambios, y en la población claridad que los 20 años de la derecha sólo trajeron beneficios a los mismos de siempre.
Y esta esperanza, surgida del ejercicio democrático y toma de conciencia ciudadana de amplios sectores populares salvadoreños, también comienza a notarse en la adormecida sociedad hondureña. Distintos grupos y sectores comienzan a acumular fuerza y a construir propuestas políticas y sociales que cuestionan a fondo las tradicionales formas de dominación oligárquica. El golpe de Estado de junio de 2009 tuvo efectos contrarios a los esperados, pues no sólo no logró detener la construcción de fuerzas políticas críticas al caduco modelo de dominación y ejercicio del poder, sino que éstas se han convertido en la segunda fuerza política del país.
Y los cambios también han llegado a la apacible Costa Rica, donde una alianza de sectores de izquierda ha dado esperanzas a esa masa de jóvenes pobres, haciendo que desteñidos socialdemócratas –verdes y amarillos– se debatan por regresar a sus raíces, sin perder el poder los unos y por tomarlo los otros, en un juego complicado en el que si no profundizan las reformas serán rechazados por la población, pero si lo intentan perderán la bendición y el apoyo de las élites conservadoras.
En El Salvador, esta nueva opción política, construida en la dura lucha insurgente está a las puertas de un segundo triunfo electoral. En Honduras, esos nuevos actores son ya un referente indispensable en la construcción del futuro del país. En Costa Rica, a pesar de la campaña de terror y del miedo, impulsada desde los púlpitos, grandes medios de comunicación y CEOs de las mayores empresas, el Frente Amplio se convirtió en la tercera fuerza electoral y, al final de cuentas, el efectivo bloque opositor al modelo económico agotado pero aún redituable a las élites.
Definitivamente, una nueva Centroamérica se está perfilando desde la izquierda.
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