La verdadera lucha para llegar al Norte empieza en la frontera de Guatemala con México. Antes, las personas que migran desde Centroamérica, la mayoría proveniente del denominado Triángulo Norte —El Salvador, Honduras y Guatemala— gozan, formalmente, del Convenio Centroamericano de Libre Movilidad, que permite libre circulación desde Nicaragua hasta México. Ello, sin embargo, no protege a los migrantes del peligro de ser chantajeados y extorsionados por policías, funcionarios de aduanas corruptos o individuo sin escrúpulos metidos en el gran negocio de los migrantes.
Pero es cuando se empieza a pisar suelo mexicano que las cosas cambian radicalmente: allí todos los indocumentados, como denominan a los migrantes que carecen de documentos, se vuelven carne de cañón, presas fáciles de coyotes, asaltantes, ladrones, narcotraficantes y sicarios.
A menos de 50 kilómetros de la frontera petenera de El Ceibo, el pueblo de Tenosique, estado de Tabasco, representa un lugar crucial para el futuro de muchos migrantes. Allí empieza uno de los recorridos del legendario tren de carga que atraviesa todo México: “La Bestia”.
Todos saben que el tren es el medio más peligroso para alcanzar el sueño americano, que hay un sinfín de gente que perdió la vida durante su recorrido, pero pocos quieren entender la evolución de las causas del fenómeno migratorio, gracias a las cuales el tren ha vuelto a cobrar vida.
En los análisis más actuales sobre el fenómeno migratorio, como el recién publicado Centroamérica en la mira, la migración en su relación con el desarrollo y las oportunidades para el cambio, se confirma que la migración actual pasó de ser impulsada por motivos económicos, para depender principalmente de factores trasnacionales, donde la violencia descontrolada de los lugares de origen de las personas migrantes ocupa el principal puesto entre las causas de movilización forzada.
Según los datos del informe del The International Crisis Group del 28 de julio del presente año, el desplazamiento desde El Salvador y Honduras es cada vez más generalizado a medida que la violencia en los dos países alcanza niveles propios de una guerra civil. Este análisis confirma que la ola de migración de la última década está asumiendo más semejanzas con aquella primera diáspora de los años 70 y 80, resultado de la represión de los conflictos armados en el área.
Según la organización independiente, a lo largo de la última década unas 150 mil personas han sido asesinadas en el Triángulo Norte, convirtiendo a la región en una de las más violentas del mundo. En 2015, El Salvador registró la tasa de homicidios más elevada: 103 por cada 100 mil habitantes. Tras el comienzo del colapso de la tregua entre las principales maras en 2013, los números se dispararon, duplicándose en dos años, aunque la violencia ha disminuido en 2016. Honduras se enfrenta a una combinación de pandillas callejeras en las zonas urbanas y narcotraficantes a lo largo de la costa atlántica y la frontera norte, que transportan cocaína proveniente de Sudamérica de camino a Estados Unidos. Si bien la tasa de homicidios ha disminuido a lo largo de los últimos dos años, sigue estando entre las más elevadas del mundo, con 57 por cada 100 mil habitantes. Los jóvenes son los más vulnerables a la violencia. El Salvador y Guatemala, según un estudio de 2014, tienen las tasas de homicidios entre niños y adolescentes más altas del mundo.
La indiferencia de los gobiernos del Triángulo Norte a las dinámicas actuales del fenómeno migratorio, refleja toda la impotencia y la debilidad de los tres países centroamericanos, condenados históricamente a desatender y frustrar las demandas de la población, ciegos frente a una crisis humanitaria ingente que está poco a poco agotando la vida de toda una generación de personas.
En cambio, quien está perfectamente consciente del impacto de la nueva ola migratoria es el personal que gestiona, en Tenosique, el albergue La72. Inaugurado en abril del 2011 por un grupo de frailes franciscanos y construido en honor a las 72 víctimas migrantes de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, de 2010, el albergue es un refugio donde se concentran, en su gran mayoría, migrantes provenientes de Honduras, ya que Tenosique es el destino natural del recorrido que desde la frontera catracha desemboca directamente a México, después de cruzar la dorsal oriental de Guatemala.
Los cientos de migrantes que pueblan a diario la estructura repiten la misma historia de vida, el mismo agobiante anhelo para sobrevivir a muerte cierta, si hubieran quedado tan sólo unas horas más en sus hogares.
Hay quienes cuentan haber salido de sus comunidades y barrios por razones económicas, en búsqueda de una ocupación mejor remunerada para rescatar a sus familias de la pobreza crónica en la que vagaban. Sin embargo, el volumen de historias de violencia, extorsión y muerte impacta como las balas que adornan cada cuento y que se repiten como un mantra, con una constancia fría y desencantada, como la mirada de las personas que cuentan sus vicisitudes. No importa que sean personas comunes que escapan de las pandillas, que sea un pandillero convertido al cristianismo que huye de los policías o que sea una transexual que se salvó de la homofobia; todos sobrevivieron al peligro inminente de ser un número más en el desenfrenado aumento estadístico de la tasa de homicidios de su país.
Rita, una joven de 27 años que huye de San Pedro Cortez, con su hija de 5 años, cuenta que se escapó el mismo día en que los sicarios balearon a su hermana. Ni el tiempo de velar a la víctima, porque estaba segura que iba a ser la siguiente en la matanza familiar que se estaba consumiendo. Es trágico constatar cómo la guerra de pandillas ha sobrepasado los límites convencionales que habitualmente se daban en estos casos: el velorio, con la participación pública de toda la familia de la víctima, ha sido, desde siempre, un ritual permitido, donde se creaba una especie de tregua armada, que, al mismo tiempo, permitía dar a conocer la fuerza de control y venganza de parte del grupo delincuencial frente a la colectividad del barrio. En Honduras, ni el último despido se puede dar a un familiar que cayó bajo las balas del crimen.
Benjamín Barahona huyó de Choluteca, Honduras, con un par de balas que sólo lo alcanzaron levemente, único sobreviviente de la matanza que acabó con toda su familia. Trae consigo la hoja de prensa del día siguiente, que relata la detención de los sicarios, consciente que otros hubieran terminado con su vida si no se hubiese escapado.
José Ángel Martínez, zapatero de la colonia San Francisco de Tegucigalpa, lleva consigo el producto de la violencia de la cual escapa: su tibia acribillada demuestra la ferocidad con la cual operan los sicarios en su barrio.
El relato de historias truncadas por la barbarie de la violencia es interminable; las personas migrantes ya no ven en los Estados Unidos la meta de su viaje: no les importaría quedarse en México, con tal de no sufrir las amenazas que los ahogaron en sus propias casas y lugares de trabajo. Muchos prolongan la estancia en el albergue esperando que las autoridades de Migración mexicana les concedan el estatus de refugiados, trámite muy difícil de obtener, para poder cruzar el país sin escaparse de las autoridades como ratones.
La72, con su nombre al femenino, representa un experimento social lo más parecido a una comuna: pocas reglas claras de convivencia y mucha autogestión bajo la mirada discreta de unos pocos frailes y muchos platos que se llenan y vacían de comida todos los días.
La diáspora humana sigue, bajo la indiferencia del mundo.