Las medidas de distanciamiento social impuestas por el Gobierno lograron un éxito inicial importante: a la fecha, el covid-19 no se ha propagado tan rápidamente como lo hizo en otros países. Hasta la semana pasada, el número de casos nuevos era pequeño comparado con el de otros países, al igual que el número de fallecidos que se lamentan. Y muy importante: con excepción de dos casos, prácticamente en todos se pudo trazar la ruta del contagio porque los casos nuevos eran personas que ya estaban en cuarentena.
Trágicamente, la principal causa de la aceleración del número de casos nuevos han sido los hermanos deportados de Estados Unidos, quienes se contagiaron en ese país. Las políticas criminales e inhumanas de Donald Trump agravaron drásticamente el drama, ya que los que no estaban enfermos al momento de ser detenidos se contagiaron en los centros de detención de la Schutzstaffel estadounidense, el infame, racista y xenófobo Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, ICE, o hielo por sus siglas en inglés. Es así como el crecimiento del número de casos en Guatemala no siguió el ritmo normal observado en otros países, sino que posiblemente ha obedecido más a las decisiones del ICE sobre cuándo, cómo y cuántos guatemaltecos deportar. Será una tarea pendiente de la academia determinar con precisión este hecho.
Que la mayoría de los casos de covid-19 hasta la semana pasada hayan sido importados, que el número de muertes haya sido bajo comparado con el de otros países, acentuó la percepción popular de la enfermedad como algo externo, ajeno. Y de ahí que las graves consecuencias económicas de la cuarentena, el toque de queda y otras medidas de distanciamiento social estén resultando más dolorosas que la enfermedad mortal. Con la elocuencia y contundencia de la simpleza popular, esta realidad la resumió una queja frecuente: «A mí no me va a matar el covid-19. Me va a matar el hambre».
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La pandemia del covid-19 desnuda y exacerba nuestra realidad de un sistema económico y social excluyente, en el que prevalece la subsistencia sobre la existencia, en el que los derechos fundamentales son un lujo para una minoría y en el que se cumple aquella figura espantosa de que «la justicia es como la víbora: solo muerde al descalzo». La aflicción de la medida de quedarse en casa, indispensable para frenar el contagio, resultó ser viable solo para la minoría que tiene asegurados un sueldo y estabilidad laboral. Para la gran mayoría, no salir de casa significa no comer.
Por ello, en Guatemala, la desesperación y la angustia por las dificultades económicas, los ingresos que no llegan, los despidos y la frustración por no poner un plato de comida en la mesa familiar se propagaron más rápido que el covid-19. Para la gran mayoría en Guatemala, de las 4:00 a las 18:00 horas es como si no hubiese medidas de aislamiento social: a tratar de obtener ingresos. Sin embargo, el daño económico ya es profundo, pues, aunque se salga de casa, la gente no está consumiendo ni demandando bienes y servicios como lo estaba haciendo hace dos meses.
Y lo más triste y trágico es que, con la gente en las calles a fuerza de necesidad y desesperación, el covid-19 podrá asestarnos su golpe mortal. Está acechándonos para matarnos justo cuando la desesperación ha relajado el aislamiento social y está haciendo que perdamos la ventaja inicial.
Anhelo angustiosamente que en las próximas semanas se demuestre que este es un temor equivocado.
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