En la percepción popular, el covid-19 es alarmante solo en las noticias, una tragedia más bien lejana, que ocurre en China, Italia, España y Estados Unidos. Pero, por desgracia y de forma muy peligrosa, hasta que no se materialice en el contagio de una persona conocida o, peor aún, en la muerte de un ser querido, no se siente, no existe.
Por otro lado, la cuarentena y el toque de queda están impidiendo que la mayoría procure los ingresos para necesidades básicas como poner comida en la...
En la percepción popular, el covid-19 es alarmante solo en las noticias, una tragedia más bien lejana, que ocurre en China, Italia, España y Estados Unidos. Pero, por desgracia y de forma muy peligrosa, hasta que no se materialice en el contagio de una persona conocida o, peor aún, en la muerte de un ser querido, no se siente, no existe.
Por otro lado, la cuarentena y el toque de queda están impidiendo que la mayoría procure los ingresos para necesidades básicas como poner comida en la mesa familiar, comprar medicamentos y realizar pagos cotidianos como educación, servicios y deudas. La crisis económica sí se siente. Sí existe.
Con esta lógica sencilla, contundente y directa de «lo que no se ve no existe», el riesgo y el peligro de contagio de covid-19 se asume menor que la dificultad de no comprar alimentos o pagar deudas. En casos extremos, no me extrañaría oír a gente decir: «Prefiero contagiarme de coronavirus, que en la mayoría de los casos no es mortal, y no que mis hijos no coman o perder la casa». Es la simpleza aplastante de la realidad.
Prueba de esto es el efecto contraproducente del toque de queda. De las 16 a las 4 horas, la gran mayoría obedece recluyéndose en sus casas. Pero de 4 a 16 horas la gente está saliendo por razones diversas, pero, sin duda, principal y mayoritariamente para trabajar, comerciar y en general obtener ingresos, ya que la gran mayoría no tiene la tranquilidad de un salario asegurado al final del mes. Y por ello, durante el horario fuera del toque de queda, se registraron aglomeraciones en mercados y supermercados, muchos comercios han abierto y se han congestionado las calles.
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Las ayudas que el Gobierno ha ofrecido están tardando demasiado y, en caso de producirse, seguramente no llegarán a la mayoría. Y cuando lleguen, puede que resulten insuficientes. Basta con considerar que el Banco de Guatemala ha estimado que el sector informal constituye el 70 % de la fuerza laboral total, unos 5.6 millones de personas, según la Encuesta Nacional de Empleo e Ingresos de mayo de 2019, y que este genera el 22 % del producto interno bruto. Ninguna de las medidas aprobadas tiene el potencial real de alcanzar, proteger y ayudar a las personas que se desempeñan en la informalidad económica. La gente está convencida de que el Gobierno no la ayudará, así que, si no hace algo por cuenta propia, el problema económico puede resultarle catastrófico.
Esta lógica quizá logre que la magnitud de la crisis económica sea menor que si se aplicara el confinamiento absoluto y estricto. En la medida en que las personas están saliendo para procurarse ingresos y desobedeciendo la cuarentena, continuarán siendo consumidoras. Y con ello menos empresas quebrarán, más salarios lograrán pagarse y se producirán menos despidos.
Ahora bien, aunque suene muy bien esto de mitigar el impacto de la crisis económica porque la gente está saliendo por desesperación, ello inevitablemente incrementa el riesgo de contagio. Si le creemos al Gobierno el número de contagios que reporta, se podría decir que el cerco sanitario funcionó y que hasta ahora se ha logrado evitar un contagio masivo. Pero, con la gente abandonando la cuarentena y el aislamiento social, por desesperación y necesidad de sobrevivir, sin duda nos exponemos a un riesgo que puede resultar en una catástrofe sanitaria. Muchas muertes.
Una vez más se confirma que en Guatemala la gente debe elegir entre lo malo y lo peor. El bienestar y la seguridad son lujos que la gran mayoría no puede darse.
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