Estamos, en todo caso, ante una exageración malintencionada de la derecha, con infames perspectivas ideológicas. Sucede que cualquier planteamiento que se acerque al interés popular, para la derecha recalcitrante y conservadora que se está desarrollando en forma creciente a escala mundial, ya suena a peligro. Quien realmente está detrás de esa visión en un todo anticomunista, neofascista, antipopular, híper controladora de los acontecimientos político-sociales, es el interés capitalista centrado en las grandes megaempresas privadas, todo ello, en muy buena medida, impulsado por el gobierno de Estados Unidos, donde se encuentran las más enormes de esas megaempresas justamente.
Varios hechos altamente preocupantes acaban de suceder recientemente en el ámbito latinoamericano. En Perú el gobierno del maestro rural Pedro Castillo acaba de sufrir una suerte de golpe de Estado técnico, por el que fue retirado de la casa de gobierno y encarcelado, abriéndose así la perspectiva de una dictadura con apariencia de democracia institucional. De hecho, la persona que asumió como presidenta –Dina Boluarte– es altamente rechazada por el pueblo peruano; su mandato, si bien es «legal» en términos jurídicos, es absolutamente impresentable y anti-ético desde otra perspectiva. La presidencia de Castillo no constituía, en realidad, un «peligro comunista» para la oligarquía peruana ni para la Casa Blanca, muy celosa de todo lo que ocurre en su patio trasero. Pero el ahora depuesto presidente provenía de un sector popular y, de alguna manera, representaba intereses contrarios a la derecha tradicional. Tenía un lenguaje y un estilo que «incomodaba» a los poderes establecidos. De ahí que se urdió un plan siniestro, casi desde el primer día de su mandato, para destituirlo. Finalmente, lo lograron.
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En Argentina, en otro contexto, la actual vicepresidenta y ex presidenta, Cristina Fernández, que no es precisamente un cuadro revolucionario (habla de desarrollar un «capitalismo serio», más allá de cierta propaganda que la presenta como una «montonera» –guerrillera peronista de izquierda–), pero que mantiene posiciones de cierto compromiso social con un lenguaje que pone nerviosa a su oligarquía y a Washington; fue sometida a una parodia de proceso judicial donde salió declarada culpable de hechos de corrupción, por lo que se la condenó a seis años de prisión. Es evidente que allí se juega una venganza política con miras a imposibilitarle el camino a una nueva elección como presidenta.
En Brasil, a escasos día de haber asumido la presidencia, Lula fue víctima de una confusa asonada que pretendía constituirse en golpe de Estado. La jugada no salió como los golpistas esperaban, pero marca un escenario político donde el flamante mandatorio, con un discurso de conciliación de clases, pero con ribetes populares, incomoda a la derecha troglodita.
Está claro que ninguna de estas personas, por sí sola, representa un proyecto abiertamente anti-capitalista, y que un o una mandataria no puede «hacer la revolución». Pero cualquiera de ellos (López Obrador en México, Nicolás Maduro en Venezuela, Gustavo Petro en Colombia, Xiomara Castro en Honduras, Luis Arce en Bolivia, Gabriel Boric en Chile, Lula en Brasil, Jorge Fernández o Cristina Fernández en Argentina, Fernando Lugo en Paraguay, Pepe Mujica en Uruguay), al presentar un carácter popular y dirigirse a «las masas», crea incomodidad en la clase explotadora. Por eso, sin miramientos, antes que ese «populismo» puede transformarse en organización obrero-campesina con un proyecto de transformación radical, la derecha actúa.
Las derechas, en todas partes, parecen cada vez más envalentonadas. Montándose en la ola neoliberal que sigue presente en el mundo –aunque China y Rusia pretendan abrir un nuevo escenario post-dólar–, siguen avasallando a los pueblos. Para el campo popular se vienen tiempos difíciles.
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