La consigna pareciera ser: «¡No te compliques! (Don’t worry!) ¡Sé feliz! (Be happy!)». Dicho de otro modo: no pensar, olvidarse del sentido crítico. Por supuesto hay que decirlo en inglés para que sea más evidente su sentido: lengua de los ganadores, of course.
Esto tiene orígenes específicos. Responde a un proyecto concreto. Como todos los rumbos sociales, como las modas culturales, no se desprende solo de una oficina generadora de ideas que lanza mundialmente la onda light. Es, en todo caso, producto de un sinnúmero de variables que van retroalimentándose una a otra. El auge del neoliberalismo, la caída del bloque soviético, la supuesta muerte de las ideologías, el discurso unipolar y el triunfo omnímodo de la gran empresa (en definitiva, todo lo que hoy se presenta como éxito masivo del capitalismo) son factores que se coligan para dar como resultado esta entronización del individualismo hedonista, del facilismo, de la apología ramplona del consumismo. Es difícil indicar un responsable directo del fenómeno. Quizá nadie lo ha pergeñado como tal. Es, mejor dicho, una mezcla de elementos. Pero indudablemente es síntoma de los tiempos.
Cultura light significa individualismo exacerbado, búsqueda inmediata de la satisfacción, despreocupación-desprecio por el otro, superficialidad, falta de compromiso social o humano, banalidad, liviandad. Todo ello, marcado por un culto a las apariencias. Se juzga al otro por cómo va vestido, por la comida que ingiere, por su marca de teléfono celular o por su peinado. Eso decide todo. El continente desplazó al contenido. Solo importan las formas, ser bello, estar bien presentado. Lo demás no cuenta.
Se constata con fuerza creciente la falta de preocupación por el otro, la apología del facilismo, la entronización del individualismo, todo ello llevado a estatuto de ideología dominante. De ahí esta ligereza que marca las relaciones interpersonales. Todo es light. También la relación con el otro. ¿Cómo, si no, poder entender los videojuegos que entronizan la violencia y el desprecio por el otro? ¿Cómo, si no, ese auge de la belleza plástica? Todo esto se ha hecho cultura. Y la cultura pesa.
Esta onda light va ganando los distintos espacios de la producción cultural, del quehacer cotidiano. Ello no significa que la humanidad se va tornando más tonta. En absoluto. La revolución científico-técnica sigue adelante con velocidad vertiginosa y los logros en tal sentido son cada vez más espectaculares. Pero el nivel humano no crece al mismo ritmo. Incluso podría decirse que no crece (si fuese lícito hablar de crecimiento en ese ámbito). Dijo Pablo Milanés: «No es culpa del público ni de su gusto ni de su sensibilidad. El público se inclina por lo que le ofrecen a diario, donde le meten un bombardeo absoluto de promoción de cosas malas y pues finalmente lo acepta. Yo creo que prevalecerá el espíritu verdaderamente humano del público, su sensibilidad […] Pero no hay duda de que estamos en un momento de ofensiva de mal gusto».
Es difícil establecer quién inventa las modas culturales, pero no hay dudas de que existen centros de poder que las impulsan. Quizá no fue ninguna tenebrosa agencia de control social la que pergeñó ese modelo. Lo cierto es que, sumando los anteriores aspectos, el arquetipo del ciudadano esperado (esperado por los centros de poder, desde ya ayudados por mecanismos como los medios masivos de comunicación) termina constituyéndose en un consumidor pasivo que no discute, que cuida ante todo su sacrosanto puesto de trabajo, que se ocupa solo de lo cosmético irrelevante y que no piensa críticamente. Es decir, light. Puesta a circular una moda, por diversos motivos (ánimo de figuración, acomodamiento, etcétera) la mayoría se acopla a la corriente dominante.
El mundo contemporáneo, el legado por la caída del socialismo real, nos acostumbró a no tener esperanzas, a no cuestionar, a aceptar todo con resignación. Consumir, buscar la felicidad y la realización a través de lo material, no complicarse. Todo suavecito, soft, sin cuestionamientos de fondo. Estas tendencias planetarias se presentan con fuerza arrolladora y parecen no permitir alternativas. Pero el reto es ir más allá de todo esto, intentar desafiarlo, discutirlo. Hay que ser irreverente con el poder, con lo constituido, con el dogma.
Aunque sea un muy modesto aporte en esta lucha por un mundo más vivible, más justo y más equilibrado, un paso es perderle el miedo a pensar. Retomando entonces el ideario del Mayo francés, que hoy pareciera tan lejano: «La imaginación al poder», «Seamos realistas, pidamos lo imposible».
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