En los últimos meses hemos asistido a un proceso de depuración judicial de las élites. Y aunque el proceso ha sido accidentado por la propia debilidad del sistema de justicia y por su vulnerabilidad a presiones externas, este ha resultado en un creciente involucramiento de la sociedad civil en los procesos políticos.
Ante esto, la reacción generalizada es el descontento. Y con razón. El presidente se muestra molesto con todos, excepto consigo mismo, pese a su posición para actuar y atender más de alguno de los problemas del país. Los diputados se reciclan en partidos que no tienen ni nombres ni miembros ni propuestas nuevas. Y en todo nivel se les da prioridad a nimiedades, y no a los desafíos de fondo. La gran pregunta es, entonces, ¿quién abandera la importante agenda de reformas políticas y administrativas del Estado?
Por suerte, los próximos pasos de la depuración política abrirán brechas importantes que pueden ser llenadas por nuevos actores. Junto con el avance de los procesos por corrupción, podría abrirse la ventana para el ingreso de nuevos liderazgos que propongan ideas y programas nuevos.
El mayor riesgo es que solo sigamos esperando.
En un contexto de profundo descontento social, elegir quedarse al margen puede provocar que en la próxima elección quedemos nuevamente con los mismos de siempre. Ahí tenemos el caso de Jimmy Morales y de los de siempre que su partido colocó en el Gobierno. Peor aún, puede que el descontento creciente por la continuidad de las fuerzas políticas corruptas provoque un giro hacia alguna forma tóxica de populismo o extremismo. Ahí está el caso de Manuel Baldizón, pero un Alejandro Giammattei o una Zury Ríos también son potencialmente tóxicos.
Entonces, hay que participar, pero al hacerlo hay que cambiar la forma de hacer política.
Eso pasa por reconocer nuestras diferencias y por saber trabajar con ellas en pos de objetivos comunes. Por enfatizar las coincidencias entre nuevos rostros que puedan impulsar una necesaria agenda de consenso: la segunda generación de reformas a la Ley Electoral es clave para integrar un futuro Congreso con el mayor número posible de personas sin ataduras a la mafia ni a agendas amañadas.
Como el espectro ideológico tiene poco que ver con estos consensos emergentes, queda claro que también hay un mérito en apoyar proyectos nuevos con los que uno quizá no esté de acuerdo en lo sustancial, pero que pueden refrescar la forma de hacer política. El objetivo es que se debatan ideas y propuestas programáticas, que se involucre al mayor número de actores en un diálogo ciudadano sobre nuestras diferencias y que se avancen aquellos puntos en los que sí es posible estar de acuerdo.
Los consensos técnicos, sin embargo, no nos van a llevar muy lejos.
Debemos recuperar la capacidad de articular un sueño de onda larga: hablar, por ejemplo, con un esquema de largo plazo, sobre un futuro país de gente joven, con una economía vibrante, pero que trabaje activamente por reducir las injusticias y asegurar la inclusión.
Ahí tenemos a un Emmanuel Macron que logró plantear tal visión en su movimiento político En Marcha y que así revivió una concepción de Francia en el centro del escenario mundial, abierta y humanista, que lo llevó a triunfar en las elecciones. En España, Podemos logró subvertir el bipartidismo español y abrir las compuertas para que ingresaran voces nuevas y para que, a través de la competencia, incluso los partidos establecidos enmendaran la plana sobre su forma de actuar.
Aquí seguimos esperando que alguien formule esa nueva gran visión (no solo de consenso técnico), que interpele a la población para evitar que se conforme con lo mismo de siempre. La culpa es de uno cuando no enamora, decía Mario Benedetti, y no de los pretextos. Y cuánta razón tenía.
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