Lo cierto es que este quiasmo tiene un aire de brutal. La brutalidad del contraste insospechado… Oh, contrapuntos, Nueva York es vuestra meca. Residen aquí más irlandeses que en Dublín, y en un merendero de Brooklyn se come mejor pizza que en un restaurante de Nápoles.
Las ciencias aplicadas también hacen lo suyo en el torneo de las paradojas. Se me ocurre pensar que, irónicamente, la tecnología nos devuelve poco a poco a nuestros orígenes por la vía de un refinado laberinto de microcircuitos y de píxeles. Se sabe que la humanidad registró su primer alfabeto en tabletas de arcilla con figuras cuneiformes, donde el decanato de la lengua sumeria se fijó para los siglos por venir.
Pues bien, hemos vuelto a la legibilidad de las tabletas, aunque ahora el alfabeto es lo de menos. Las tabletas de nuestros días parecen desafiar la fragilidad de la arcilla, pero en realidad comparecen con una obsolescencia programada. Una ligera profecía: tanto artificio reposará más temprano que tarde en algún corral de chatarras inorgánicas.
Con todo, por aquí no se abandona la lectura de los símbolos. Tomemos por caso el escenario del metro: las gentes siguen leyendo y de varias maneras. Leen en tabletas y leen en libros que se niegan a morir. Leen porque quieren olvidar, o recordar, o evocar fantasmas indulgentes. También es probable que lean porque quieran darle una pequeña muerte al tiempo. Al tiempo, nada menos; al invulnerable genocida.
De mi parte, he dejado de leer en los vagones de manera paulatina, en la misma medida en que he ido perdiendo el vigor de la visión. Conformemente, prefiero leer ahora posturas, leer prestancias. Ceños y movimientos. Ornamentos, magnetismos. Calvicies, hirsutismos, vestimentas. Proezas en caras anónimas… ¿Anónimas? Me desdigo: no, no hay caras anónimas. Todas son dueñas de nombre y apellido. Cuentan historias. Revelan tragedias. Y alguna que otra comedia.
En esto pienso, Carmen, cuando compruebo que hemos llegado con gusto a la docena. En este pergamino virtual cuento mi duodécimo intercambio contigo. Doce: número simbólico… según los cabalistas, claro está. Y como no me convencen, me atrevo a pedir permiso: ¿simbólico por qué? ¿A quién se debe rendir el honor de haber sido el primero en embalar esta pareja de dígitos en un celofán de simbolismo? ¿Qué lo motivó? ¿Con qué objetivo? Lo ignoramos.
Lo que sabemos se paga a cuenta de creencias transmitidas, es decir, heredadas. Somos herederos de una determinada tradición, y ninguna tradición es parto de la nada; las tradiciones se crean. Y se re-crean. En otras palabras, es posible referirse propiamente a una creación de las creencias.
Creamos y creemos, y esto nos humaniza. Nos seguirá humanizando en tanto la esencia de ser humanos descanse en nuestra facultad de crear mundos y de creer en ellos. Con esto en la mira, es del todo permisible adjetivar como “humanas” las potencias de la mente lo mismo que las muestras de inocencia.
Pregunto entonces: ¿son los pre(-)supuestos teóricos entrañablemente menos humanos, menos naturales que el asombro ante una captura fotográfica? Yo no metería las manos al fuego por un categórico “sí”; de esta suerte, opto por decir que me es imposible contestar, pues no conozco la respuesta. Mi ignorancia es inmensa, Carmen. La de todos lo es: en una báscula hipotética pesa más lo mucho que ignoramos que lo poco que sabemos.
No tomo la humildad por virtud; la soberbia, mucho menos. Virtud es para mí la capacidad de conectarse con el otro, la solidaridad, la empatía, la voluntad de ayudar cuando hace falta. A nadie impongo este prontuario de conducta, porque creo en la libertad y porque es tan solo mío. Por ello me he cuidado de acentuar en cada correspondencia mi propia subjetividad.
A riesgo de ser imputado de egotismo, he procurado siempre subrayar que únicamente hablo por mí, que comunico nada más mi experiencia y mi modo de ver las cosas, y que en mi alforja existencial acarreo convicciones mediadas por vivencias que solamente a mí pertenecen. En suma, coincido sin reservas contigo cuando apuntas que “la imposibilidad de universalizar juicios abre un vasto camino a la libertad de expresar el sentido de nuestros mundos creados y creídos”.
En otra ocasión, tuve ya la corta perspicacia de advertir nuestra naturaleza de criaturas simbólicas, y con ello no hice más que diseminar una obviedad. Pero tal vez no sea tan obvio reparar en que los símbolos nos pierden, y tal vez no haya tanta obviedad en afirmar que nos encuentran, que nos hacen confluir.
Pero ¿confluir hacia dónde? Es otra conclusión que desconozco. Imagino que todo nos conduce al final hacia el espejo. El mismo espejo en que la niñez haitiana no ha podido reflejarse. Bien mirado, sin embargo, el espejo resulta ser un monumento a la mentira. En mis años colegiales, me llevó un curso de Física entender que no era “yo” quien figuraba en el espejo, sino una imagen de mí; un poco como el truco de Magritte en el óleo de la pipa.
Esto me inspira a escribir el siguiente desbarro: quizás sea benéfica la ausencia del espejo. No conocer el espejo, quizás aún mejor. Quizás nos esté mucho mejor eludir la visita de Narciso, aquel pastor beocio que encontró la muerte al encontrarse consigo mismo. Quizás sea todavía mejor que nunca leamos a Lacan en su fraseología falocéntrica. Quizás, quizás, quizás…
Cuando el espejo es espejismo, también es espectáculo. Pero el espejo nunca es espejo solamente, pues siempre es espejo y algo más. Alicia penetra en el espejo sin saber que en su envés hay una reina de corazones cuyo verdadero corazón desea que rueden cabezas. Espejo, espejo: entraña de amenazas.
Un abrazo muy humano,
Ramón
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