Pero definamos términos.
Por democracia se ha de apuntar las distinciones que, desde Sartori hasta Mainwaring, Diamond y Morlino, los politólogos formales apuntan: 1) la existencia de ejercicios electorales, 2) la existencia de procedimientos concretos para acceder al poder, 3) la conformación distintiva de las cámaras o una diferencia clara entre Ejecutivo y Legislativo, 4) la existencia de una oposición legal-legítima (y claramente identificable) y 5) el derecho de respuesta ciudadana. Con relación al punto 5, se apunta a que, al margen de la accountability vertical (las elecciones como mecanismos que premian o castigan), la ciudadanía tiene un efectivo derecho de réplica hacia las estructuras políticas en uso de instituciones formales o agencias gubernamentales específicas que permitan ejecutar acciones de accountability horizontal.
O’Donnell lo define muy bien. Afirma en el famoso ensayo titulado Accountability horizontal que, «… por otro lado, el impacto de las demandas sociales y de los medios periodísticos, cuando denuncian actos de gobierno presuntamente ilícitos y/o exigen su sanción o reparaciones, depende en gran medida de acciones que agencias estatales debidamente autorizadas lleven a cabo con el propósito de investigar delitos y, llegado el caso, sancionarlos. Sin estas acciones, las demandas sociales y la cobertura de los medios, especialmente si son abundantes y se refieren a temas que la opinión pública considera importantes, tienden a crear un clima de desafección pública en relación con el Gobierno…».
Atendiendo a lo que decía al inicio de la columna, es un síntoma muy interesante notar que dos gobiernos electos democráticamente en la Guatemala posconflicto experimentan sucesivamente una misma sintomatología de crisis: una crisis de legitimidad y una apertura de crisis de gobernabilidad. Y más interesante aún, que el germen de ambas crisis tenga como fondo la cuestión fiscal. Corroborando así lo apuntado en razón de cómo en determinados contextos donde la dinámica política apunta a la existencia de estamentos rígidos, resulta que la única forma de generar ese derecho de réplica aparece solamente cuando los vínculos del pacto político responden a un contrato de tipo fiscal. La existencia de todos los vicios personalistas que corroboran la no institucionalización democrática y los constantes síntomas de una escasa calidad de gestión pública efectiva, desde su inicio, no fueron razón suficiente para la movilización popular.
Hay ciertos vasos que tardan mucho en rebalsarse. Otros tardan menos. Un caso interesante. El ex primer ministro Isaac Rabin, artífice de los Acuerdos de Oslo, renunció a su posición (durante su primer término como primer ministro) por un escándalo de corrupción muy grave. Su esposa tenía cuentas bancarias en el extranjero, lo que para la mayoría de ciudadanos israelíes (de aquel momento) era inaceptable y síntoma de traición al sistema. No argumentó, por cierto, que no conocía la vida privada de su mujer.
Recordemos el caso de Nixon, quien renunció a su posición ante el escándalo Watergate. Y recordemos también que tomó responsabilidad por las acciones de su secretaria privada, Rose Mary Woods, quien dijo que accidentalmente borró 18 minutos y medio de conversaciones incriminatorias. Hay contextos en los cuales, como apunta Nohlen (véase Instituciones y cultura política), el accionar de los actores políticos relevantes y de las élites por conformar compromisos y lograr consensos hace la diferencia. Conformar compromisos con la democracia requiere que en determinados momentos los actores políticos comprendan la profundidad de sus actos.
Pero, como apunta igualmente Nohlen, hay contextos en los cuales (por razones del escaso diseño o de cultura política) es imposible pelear contra las prácticas personalistas del sistema (incluyendo la corrupción). Lo anterior, en efecto, alimenta el pensamiento antisistémico.
Encontramos entonces un patrón interesante: la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) vuelve a constituirse en garante de la gobernabilidad (ante el peso mínimo de las élites políticas para llamar a la cordura), pero, de fondo, con la exigencia de un set de reformas fundamentales. Los movimientos ciudadanos y de convergencia deberían entonces apuntarle, ante la coyuntura, a un pacto nacional de corte antimafia. No basta con solicitar la renuncia, pues la petición de renuncia a los titulares del Ejecutivo, repito, es simplemente pensamiento antisistémico. Por eso es que no resulta extraño que ex camisas blancas e izquierdas puedan converger en esta manifestación. Porque ambas tienen residuos antisistémicos. Y lo anterior sirve para la trova, pero no para la reforma del Estado. Dicho de paso, la renuncia abre un escenario más complejo para una democracia débil ante la necesidad de adelantar elecciones.
La clave está en el mandato.
La demanda más importante que puede reclamarse, y el triunfo real, es la prolongación del mandato de la Cicig de manera que por su nueva extensión pueda hacer tres cosas puntuales: 1) directamente reforzar la persecución penal contra los futuros expresidentes (empoderar el antejuicio); 2) asegurar la fiscalización y reforma de los mecanismos en los siguientes procesos de elección de magistrados, que materializan la posibilidad de la accountability horizontal (quedarse al menos hasta la mitad del siguiente mandato presidencial); y, 3) una vez presentada la investigación sobre el financiamiento de los partidos políticos, sentar la ruta para una reforma (empoderada por la comisión) a la reforma de los mecanismos de financiamiento.
Me parece que, sin la Cicig como variable interviniente en los procesos políticos, no hay incentivos de ningún tipo para que los actores locales den su brazo a torcer y se puedan cambiar los aspectos medulares del sistema: la discrecionalidad del Ejecutivo para nombrar magistrados y la eterna cuestión del financiamiento de campañas.
#CicigSí.
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