En ella se extienden anchas banquetas y calles empedradas de tantas historias que parecen no tener final. En el parque nace, como toda ciudad colonial, de una alta catedral amarilla con dos pequeñas cúpulas rojas, senos que habrán alimentado año tras años, las pascuas y las resurrecciones. Es la misma iglesia humana que desde abajo, seduce al divino Mombacho.
El calor particular de esta ciudad ha construido casas altas desde el tiempo de los conquistadores españoles. Ahora son estas casas las que le hacen frente al tiempo, y no permiten que pase tan rápido. Pintadas de colores siempre fuertes, como reivindicando el derecho a lucirse, a la belleza. Cuando se comienza a caminar por la Calzada, no se sabe qué se va a encontrar, con quién se podrá hablar.
El Hotel Darío está en una de estas cuadras, rodeado de Toñas y Victorias, de risas y extranjeros, que nos maravillamos de algo que nos cuesta saber qué es. Una casa señorial que no deja de hacer eco en las desigualdades históricas que a veces nos definen como países. Es precisamente frente a este Hotel, que no vende ni una gaseosa, sólo calala, granadilla, cacao, que me encuentro.
Sentada en una mesa con Leo —de Costa Rica— y María José, Patty y Enrique —de Nicaragua— vemos pasar a un niño, con una sonrisa perfecta y unos ojos negros grandes. Nos pregunta si queremos un grillo hecho de hojas de palma. Es un niño de 10 años y tiene prohibido estar sentado en una mesa donde se venda alcohol. Nos hace rosas y corazones, y nos platica de lo que hace durante el día. Se aparece al rato un hombre joven que ha aprendido de su mama a tallar chinchines, y lo hace con una agilidad tajante. Cuenta que ha sido su abuela, en Masaya, la primera que ha aprendido el oficio, y ahora él lo ha tomado como propio. Tres cantantes, ya mayores, llegan en ese momento a ofrecer su voz. Pagamos una ronda y vemos que se van con un grupo que no les paga, compañeros de Calzada, seguro. Es ahí que cantan con tanta pasión La tumba del guerrillero. Me dice Enrique que ahí cantan de esa forma, porque no les pagan por hacerlo, lo hacen desde el fondo.
Emmanuel y William, dos amigos ya de bastante, me han llevado a encontrar tumbas en las estrellas y a cantar que la vida es bonita, porque “a pesar de los pesares siempre hay alguien que nos quiere, siempre hay alguien que nos cuida” mientras veníamos de regreso de “El perro nacional”, hacia la Calzada. Hablamos de cómo nuestra pasión por las Ciencias Sociales es algo en común y cómo en nuestros países no siempre esta pasión nos trae alegrías. Hablamos de ideas parasitarias, de amores a la orilla del río San Juan, de matrimonios internacionales. Hablamos y nos reímos, y el tiempo de Guatemala marcado por el ritmo de la muerte injusta, se me olvida.
La Calzada también guarda algunos recuerdos, silencios y secretos. Es una buena confidente. Se da cuenta de todo lo que pasa y no dice nada. Escucha, ve, permite ser el suelo de sueños. Deja que los que vayan a buscar, encuentren; que se digan “hola” dos personas y se dejen por fin. La Calzada es también testigo de lo más esencial de la humanidad, del amor.
Pero Calzada abajo, hay un fin. Ahí está el gran lago Cocibolca con sus tiburones en el imperio de agua dulce más grande de toda nuestra América Central. Y ese mar de agua dulce nos fuerza a zarpar para otras orillas, para otros lugares, que como la Calzada, tendrá sus encantos.
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