La grieta-caverna que se abrió en el kilómetro 15 carretera al Pacífico la madrugada del 14 de junio es uno más de los múltiples hoyos negros de nuestro país. Representa lo que, como sociedad, somos: corruptos, apáticos, indiferentes y, cuando reaccionamos para oponernos, víctimas de la violencia sustentada por más corrupción. La táctica, ahora, más maquiavélica que nunca: divide y triunfarás.
Terminó el encierro, pero no terminó la pandemia y estos días en que se han incrementado los casos por COVID-19 casi tanto como se han derrumbado algunos puentes y se han abierto nuevas grietas y más hoyos de diversos tamaños en las carreteras, tal parece que el apocalipsis se nos vino encima.
Por todos lados, donde se vea, también las instituciones se tambalean como si un tsunami hubiera pasado encima. Son los tiempos oscuros, como diría alguien que haya leído sobre Mordor, la ciudad del mal. La literatura nos lo dice con sus metáforas y sus historias.
La lluvia, la enfermedad y el caos de la infraestructura dentro y fuera de la capital, que se desmorona mostrando sus colmillos ensangrentados dan cuenta de ello. Mientras tanto, los ciudadanos de a pie solo queremos sobrevivir un día más, solo por hoy, como si nuestra única esperanza fuera sostenernos por los 12 pasos. Sobre todo, si parafraseamos, aquel que dice que reconozcamos nuestra incapacidad para solucionar nuestra situación y que acudamos a un poder superior (de otro mundo) para resolverla.
Lo que se percibe a mediano y largo plazo es la escasa visión de quienes promueven y avalan la corrupción ciudadana como una norma de vida. Creen que con el hecho de cumplir sus expectativas presentes de ganar dinero y poder es suficiente. Son incapaces de ver que, más allá de la ganancia inmediata, es necesaria una cuota mínima de bienestar común traducido en infraestructura y en instituciones fortalecidas para que lo individual inmediato que tanto atesoran, sea viable sin tantos problemas. Ello, por supuesto, no tiene nada qué ver con el comunismo ni con el socialismo, sino con la lógica de la sobrevivencia, algo que entendieron y empezaron a practicar muchos países occidentales desde finales del siglo XIX. Así, por ejemplo, si se dañan las carreteras y los puentes, porque en el momento de su construcción hubo corrupción en la elección de los materiales, en el cumplimiento de ciertas reglas, quizás, quienes los diseñan, aprueban y construyen lo ven como ganancia instantánea. Por igual, si las carreteras se dañan, ahora, años después de su construcción, ello también responde al hecho de que, debido a la corrupción, no se les ha dado el debido mantenimiento y, probablemente, no se han seguido tampoco ciertos lineamientos. Pero, en realidad, tarde o temprano de manera colectiva los perjudica a ellos, al comercio, al desarrollo del país. Pero, como la visión es tan corta, si se dañan vehículos, si se producen accidentes, si se pierden vidas, tampoco les importa y solo lo adjudican a la mala suerte.
Los guatemaltecos somos aguantadores. Somos sumisos y conformistas. Somos rebeldes en las redes sociales y, sobre todo, al parecer por los hechos, somos además bastante necios: cada cuatro años, pese a lo que nos pasa, seguimos votando por los mismos, perpetuándolos y perpetuándonos en esta encrucijada mortal del subdesarrollo, la corrupción y la violencia. Los resultados son los esperados, nada por lo cual nos debamos sorprender.
En el presente, La autopista del sur es nuestro mejor y más representativo ejemplo. Para coronar la situación, hoy o mañana, como veremos, pese a la situación de la carretera, muchos guatemaltecos, muy alegres ellos, seguros se irán muy contentos a festejar la vida al Pacífico, porque como se dice, «en el mar, la vida es más sabrosa».
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