La misma televisión alrededor de la cual se aglutinan los visitantes para ver los partidos de fut presenta esta vez las noticias en canales locales. En cuestión de 20 minutos presentan dos veces la misma historia: un chico que parecía tener algún retraso y quizá alguna condición mental (según las imágenes) aparece amarrado y en condiciones extremas de descuido y pobreza en una covachita en algún lugar perdido y olvidado de este país. La narración, con tintes de telenovela, termina sugiriendo que los padres, unos viejitos confundidos ante las cámaras, son los responsables de tal aberración. Mientras, reviso Twitter. La noticia de última hora es que el Rey del Tenis ha sido capturado. De esto, en el noticiero, ni una mención. Vienen los anuncios. Inmediatamente después repiten, secuencia a secuencia, la historia del chico amarrado. Falta de contenido no puede ser, me digo. Este país da para pasar noticias nuevas el día completo.
Termino mi café mientras escucho a un par de personas comentando la historia del chico y pienso en la manera que tienen los medios de determinar el contenido de nuestras discusiones, los temas que ocupan nuestra mente, y en cómo se constituyen en poderosas fuentes de la información con la que construimos nuestra visión del mundo. La función de proveer significado sobre nuestras experiencias, que en una primera etapa tuvieron nuestros padres, la suplen hoy las pantallas, que proyectan sus propias versiones de la realidad.
Conocemos el mundo a partir de la narración de otros. Nacemos y, en la medida en que se va alistando nuestro aparato verbal, todo lo que perciben nuestros sentidos es mediado por el lenguaje de alguien más. La construcción de los conceptos de mujer, hombre, familia, amistad se van tejiendo, y estos toman la tonalidad de las voces que los nombran. Que los niños son esponjas, dicen. Que absorben lo que ven, escuchan y experimentan alrededor de ellos. Y aunque en el camino a la adultez vamos perdiendo algo de esa maleabilidad, nunca dejamos de aprender y, lo más importante, de ser sujetos influenciables, cuya percepción de la realidad se ve inevitablemente sesgada por los discursos predominantes.
Conocemos el mundo a partir de la narración de otros, y quien tiene la plataforma para construir esa narración masiva tiene en sus manos una mina de oro: el poder de instalar contenido y (quizá aún más poderoso) invisibilizarlo a su antojo. Para la inmensa mayoría de los guatemaltecos, buena parte de esa narración está en las manos de la televisión abierta: noticieros que sistemáticamente omiten y manipulan información de relevancia pública al mismo tiempo que insisten en una programación que pareciera diseñada para hacernos permanecer en los años 80. Chespirito, Combate y Pedro el Escamoso son el menú para escoger un miércoles por la tarde, un abanico de posibilidades para tejer la construcción de género, familia, amor y naturaleza humana.
Resuena la frase de Timothy Snyder en el libro Sobre la tiranía, acerca de 1984 (novela de George Orwell publicada en 1949): «En 1984, el lenguaje de los medios visuales está sumamente limitado a fin de privar al público de los conceptos necesarios para pensar sobre el presente, recordar el pasado y considerar el futuro».
Cuando la información de la que nos alimentamos tiene un marco tan reducido, se adormecen el pensamiento y nuestra sensación de ser agentes activos dentro de nuestra realidad. Quien controla los medios monopoliza las palabras. Y eso es grave. Significa que hemos cedido la libertad de explorar y escoger nuestras palabras y, con ello, de construir nuestro propio mundo a través de ese lenguaje. Asumimos el papel de espectadores que con desesperanza aceptan sus condiciones y nos abandonamos a ese destino. Asusta particularmente cuando uno recuerda una infelizmente famosa cuenta de Twitter que afirmaba «que no hay gente buena como tal». Saber que esa cuenta fue cancelada por intentar robóticamente (a la rusa) imponer esa visión del mundo apenas produce alivio.
Mientras tanto, baila Pedro el Escamoso broadcasteado en un loop infinito. Y nosotros bailamos con él como cobras mansas frente al encantador de serpientes.
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