Lotería cantada, crónica de una muerte anunciada, dispararse en el pie, más de lo mismo y un largo etcétera de lugares comunes anteceden a la selección y elección de quienes administrarán la justicia en nuestro país.
Y es que, precisamente, como «hecha la ley, hecha la trampa», de nuevo las comisiones de postulación se constituyen en un mercado de barrio en el que el regateo da paso a las nóminas que después serán negociadas en un Congreso de la República convertido en supermercado VIP.
Regidas por los principios, limitadas a la letra más muerta que un difunto, de transparencia, excelencia profesional, objetividad y publicidad, las comisiones de postulación surgieron en 2009 con las mejores intenciones.
Sin embargo, más temprano que tarde se torcieron y en realidad funcionan como el medio por el que grupos de poder se reparten un pastel que, en resumidas cuentas, politiza la justicia y las demás instancias estatales en las que se posan.
La mayor aberración y descrédito llega desde un espacio que, para empezar, no tendría por qué enlodarse: la academia. Pero, como los intereses son inmensos, presenciamos esa burla del crecimiento de facultades de Derecho cuyo objetivo es disponer de un escaño en las comisiones para participar del sometimiento de la justicia.
Vale apuntar que el decreto 82-87 regula la Ley de Universidades Privadas, que en su artículo 86 señala: «El Consejo de la Enseñanza Privada Superior tendrá las funciones de velar por que se mantenga el nivel académico en las universidades privadas sin menoscabo de su independencia y de autorizar la creación de nuevas universidades; se integra por dos delegados de la Universidad de San Carlos de Guatemala, dos delegados por las universidades privadas y un delegado electo por los presidentes de los colegios profesionales que no ejerza cargo alguno en ninguna universidad».
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Dicho órgano es, entonces, el que ha contribuido a que, lejos de ocuparse de la cátedra, algunas entidades de enseñanza superior pasen más tiempo en los cabildeos para llevar agua a su molino cuando se trata de elegir magistraturas y altos cargos en instituciones que en los salones de clase, en los que, por cierto, las y los estudiantes brillan por su ausencia o corren la milla de estudios más rápido que Usain Bolt los 100 metros planos.
Al futbolista brasileño Dirceu (EPD) se le atribuye la expresión «yo les entregaba balones y ellos me devolvían sandías», la cual se equipara a lo suscitado al momento de definir los listados de elegibles, pues las comisiones dejan fuera a quienes ofrecen mejores credenciales y, en cambio, apalancan a quienes lucen menos. Así lo vimos con algunos perfiles en el caso del Tribunal Supremo Electoral.
En ese proceso, sin duda, más que los principios citados líneas arriba, prevalecieron el pulso gremial, los intereses sectoriales y los compromisos, ya que la suerte final se redujo, cual arena romana, al aval o no de cada postulador.
Hoy se habla de reformar la Constitución, no pocos se dan golpes en el pecho y abundan las referencias de que antes del criterio jurídico resalta el político, de forma que, como hace cuatro, ocho y doce años, la toga no tiene el color de la alma mater, sino la del partido que dio el voto en el hemiciclo parlamentario y la del grupo gremial que sirvió de vehículo para llegar al puesto.
Los ejemplos del despropósito son innumerables, igual que las voces que reclaman sintonía con el deber ser. Todos los días la sociedad observa espectáculos en los que las evidencias dejan en claro el secuestro de la cosa pública como consecuencia de la prostitución de las herramientas democráticas, acción que lastima los principios de la república.
Menciono lo anterior porque un supuesto ejercicio democrático, como aparenta el actuar de las comisiones y del Parlamento, deriva en un artero atentado contra la república, pues una acción política que debería orientarse al bien común sirve en realidad para el beneficio de grupos que se concentran en buscar poder para influir y determinar. ¡Lástima!
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