El sitio Nómada publicó esta semana un reportaje que se titula La esclavitud ignorada en [la] ciudad de Guatemala. En él se relata la historia de un niño de 16 años que vive preso en una tienda de abarrotes ubicada en algún rincón de la capital, por donde vive y transita a diario la élite de este país. Allí, en medio de la opulencia y seguramente a minutos de distancia del Ministerio de Trabajo, un niño es esclavizado detrás de los barrotes del establecimiento.
Juan (así lo llaman en el artículo) empezó a trabajar en tiendas desde los 12 años. Su jornada laboral comienza a las 4 o 5 de la mañana. Duerme en el mismo lugar donde trabaja y solo puede salir los domingos después de las 7 de la noche. Si hubiera una catástrofe o tuviera una emergencia médica, Juan no tiene como salir, ya que lo mantienen bajo llave.
Juan es un niño que no debería estar trabajando, sino estudiando. El Código de Trabajo establece que los mayores de 15 años y menores de 18 pueden trabajar siempre que esto no entorpezca su derecho a la educación. El artículo 135 de ese código dice que «el empleador que por cualquier razón o medio obstaculiza su derecho a la educación o induce al adolescente a descuidar, desatender o abandonar su formación educativa será sancionado por los directores regionales de Trabajo o por los inspectores de Trabajo».
Esa misma norma legal establece que una jornada diurna no puede ser mayor de 8 horas diarias o 48 semanales. Sin embargo, de acuerdo con el artículo de Nómada, Juan debe de estar trabajando más de 14 horas diarias, como 98 a la semana. No tiene ningún día de descanso, lo mantienen encerrado y no le pagan ni siquiera el salario mínimo. Con ese récord, para qué preguntar por seguro médico, prestaciones o vacaciones. El Estado, llamado a proteger sus derechos, es cómplice de estas violaciones.
«Su situación es jodida. Prefiere ser esclavo en la capital que pasar hambre en su pueblo», dice la periodista Gladys Olmstead en el artículo.
¿Qué clase de sociedad es esta, que obliga a un niño a escoger entre el hambre y la esclavitud? ¿Cómo permitimos semejante barbarie?
Juan no debió migrar a la capital en busca de oportunidades. El progreso de un país debe ser compartido por todos sus habitantes. Esta semana, el Banco Mundial reporta que Guatemala ocupa la posición número 9 a nivel mundial en desigualdad. Un paraíso para una minoría y un infierno para una gran mayoría, a la que pertenece Juan.
El Quiché expulsó a Juan, y la capital lo convirtió en esclavo. ¿Qué democracia puede aguantar semejante violencia y discriminación? La continua falta de oportunidades, la discriminación y la violación de los derechos elementales de un ser humano producen una erosión del contrato social básico subyacente en las sociedades democráticas: el derecho de todos a compartir el progreso.
Juan no es solo ese niño de 16 años que habla en horas. Juan también es la alegoría de esa Guatemala racista, clasista, egoísta e inhumana, incapaz de verse como una nación donde todos progresen y se desarrollen. Una Guatemala sin futuro.
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