Jimmy Morales enfrentaba la decisión más complicada de su carrera política. Su resultado podía ser la continuación o el final de su mandato. Se debatía entre dos opciones. O seguía bajo la influencia de la denominada “Juntita” y continúaba siendo parte fundamental de la estrategia de los poderes en este momento representados por ese grupo para detener la lucha contra la corrupción y la impunidad. O rompía de tajo con ellos, los alejaba de sus círculos de influencia, y se aliaba con el frente encabezado por la CICIG y el MP, y apoyaba los procesos de depuración en la Corte Suprema de Justicia y el Congreso.
La “Juntita”, el grupo de militares conformado por Herbert Melgar Padilla, Edgar Ovalle, Mario Efraín Paredes y Ricardo Bustamante que tras el triunfo electoral del FCN-Nación, en 2015, se apresuró para cooptar a Morales con la intención de orientar las decisiones de su Gobierno, representan hoy día los intereses de los políticos, empresarios, exfuncionarios, abogados y demás especies afectadas por las persecuciones fiscales que no cesan desde 2015. El proceso de recomposición de las mafias para tomar el control de las instituciones ha tenido cierto éxito: durante el último cuatrimestre del año pasado ubicaron peones en las presidencias del Congreso y la Corte Suprema de Justicia. Además, interpretando la coyuntura de manera estratégica, apretaron las tuercas a Morales para evitar un previsible giro de su Gobierno. Algunas voces que conviven con el Presidente en la Casa Presidencial sostienen que la posibilidad de que su hijo y hermano fueran capturados se utilizó para atemorizar a Morales con un el posible fin de su mandato, y así lograron que reafirmara su lealtad.
La CICIG y la Fiscalía también pusieron en aprietos al presidente Morales. Iván Velásquez y Thelma Aldana han mostrado que sus tiempos son analizados milimétricamente, y sus acciones constituyen contundentes golpes políticos. La espectacular captura de su hermano Sammy, y la petición para que presentara ante la justicia a su hijo José Manuel fueron un mensaje claro una vez más: estaban dispuestos a perseguir a todos aquellos implicados en actos delictivos, sin importar si son familiares del Presidente de la República, o el Presidente mismo.
La CICIG y el MP consideran que para avanzar en la lucha contra la corrupción y la impunidad es indispensable depurar al menos de manera parcial el Congreso de la República y la Corte Suprema de Justicia (CSJ), poderes cooptados que se corresponden entre sí, que luchan por mantener vivo el sistema, y que representan los intereses de los grupos que han sido directamente afectados por la lucha contra la impunidad y la corrupción. Depurar la CSJ, implica, al menos, sacar a cinco de los magistrados más representativos de los poderes fácticos; tres de ellos ya han quedado fuera: Vladimir Aguilar, Duglas Charchal y Blanca Stalling; y las de dos más estarían en proceso. La recomposición de fuerzas en al Organismo Judicial, además de agilizar los procesos de antejuicio de al menos 20 diputados (lo cual abonaría a la depuración del Congreso), también contribuiría a destrabar los juicios de los implicados en los casos que investiga la CICIG.
La parálisis de Morales es engañosa. Parece hablar de un presidente que no toma decisiones, pero es también el rasgo principal de un presidente que las toma. La semana pasada, Morales decidió que la inacción era su táctica y no tuvo problema con exponerlo en público: dijo que si ni siquiera había abogado por su hijo en el proceso que se sigue en su contra, mucho menos tenía por qué hacerlo en el asedio criminal que estaban padeciendo el Ministerio Público y sobre todo la CICIG, los dos pilares de la lucha contra las mafias. Morales no entendía, o probablemente lo entendía demasiado bien, que intervenir en el primer caso habría significado emplear su investidura pública para desviar el curso de un asunto privado, mientras que no intervenir a favor de la lucha contra la corrupción en el segundo caso significa socavar la posibilidad de un Estado que persiga el bienestar común.
Morales, por lo tanto, ya resolvió su dilema, y lo hizo alineándose con los intereses de la Juntita, de Melgar Padilla, y de las mafias. ¿Le habían ellos hecho hablar torpe y sombríamente de la cercanía de un golpe de Estado en su contra? Parece su estilo, igual que parece su estilo la información sobre posibles atentados contra instituciones públicas de los últimos días.
Hace falta saber si la de Morales es una resolución definitiva, como la fue la de Otto Pérez pese a que muchos creyeran que podían domesticarla y dirigirla, mientras se sacrificaba solo a la vicepresidenta. En juego hay muchos intereses. Aparte de los que ya se han mencionado, están los de Guatemala. También los de Estados Unidos, cuyos funcionarios han estado más activos en Guatemala durante las últimas semanas que el propio Jimmy Morales, y no ha dejado de enviar emisarios para recordar su apoyo a la CICIG y al MP mientras pide la extradición de Roxana Baldetti y y Mauricio López Bonilla.
El tejido de la coyuntura se vuelve cada vez más denso, y, aunque hay notorias diferencias, la estructura de la trama desde hace algún tiempo cobra paralelismos con 2015: un Congreso turbulento, magistrados señalados por los fiscales, la incomodidad de las altas esferas del Gobierno con la CICIG, asesores vinculados públicamente con el crimen organizado, un vicepresidente al que se relaciona con un narcotraficante extraditado, y un mandatario bajo presión.
Érase una vez.