Según los primeros reportes, el acto criminal correspondería a una acción perpetrada por grupos de fanatismo supuestamente islámico, quienes habrían actuado en nombre del dios que afirman venerar. De confirmarse esta versión, se trataría de un acto de barbarie e intolerancia encubierto por el fanatismo religioso extremo en contra de la libertad de expresión, un acto que se nutrió del alimento perenne del discurso de odio.
Por desgracia, de este tipo de discurso no estamos exentos en Guatemala, al grado de que las mismas autoridades responsables de proteger y garantizar el ejercicio pleno de derechos y libertades se encargan de vulnerarlos en aras de proteger sus intereses particulares. Tal es el caso del gobernante de turno, Otto Pérez Molina, quien desde que asumió la primera magistratura ha satanizado el derecho ciudadano a buscar justicia por crímenes de lesa humanidad.
Al igual que el gobernante, el titular de la Secretaría de la Paz, Antonio Arenales Forno, ha insistido en negar la existencia de crímenes tales como genocidio, ya probado ante los tribunales, en tanto que el ministro de Gobernación, Héctor Mauricio López Bonilla, según citaron fuentes periodísticas, comparó a defensores de derechos humanos que acuden al Sistema Interamericano con extorsionistas y delincuentes.
De esa suerte, con la venia implícita de dichas autoridades —que no accionan para dignificar el rol de las defensoras y los defensores—, hay grupos e individuos que construyen un discurso de odio en contra de quienes defienden derechos humanos. Esta circunstancia ha sido recogida en una resolución del Procurador de los Derechos Humanos, quien destacó el peligro que esta problemática representa para la democracia en Guatemala.
Los hombres que atacaron la planta de redacción del semanario francés dieron rienda suelta al odio alimentado por un discurso que pretende imponer la verdad absoluta de una visión fanática de la realidad y de la vida, situación que, sin haber llegado aún a los niveles que alcanzaron en Francia, está latente en un entorno que tolera y fomenta la agresión a la vez que sataniza la actividad de defensa de derechos.
El dolor y la tragedia en torno a la masacre en una sala de redacción han levantado la voz del mundo en defensa del derecho a expresarse libremente. Este derecho se ejerce no solo desde el periodismo, sino en todas y cada una de las manifestaciones del quehacer social, incluido el derecho a resistir la imposición de modelos de desarrollo agresivos y excluyentes.
Simultáneamente, miles de manos levantan un lápiz en señal de defensa del derecho a expresarse, y cobra dimensión universal la divisa de que un dibujo no mata a nadie, como no mata a nadie el ejercicio del derecho a defender derechos humanos. En tanto, el odio manifestado ante este conglomerado social, o ante quienes en ejercicio de la libertad de expresión abogan por este, sí puede ser un caldo de cultivo para la violencia mientras el Estado sea su vehículo de transmisión.
Ni buscar justicia en el sistema es un delito ni defender derechos una afrenta. Por el contrario, quienes han tenido paciencia por más de tres décadas en espera de la sanción penal a los violadores de derechos humanos han dado una lección de democracia y tolerancia. Tampoco son delincuentes quienes desde el ejercicio del derecho a resistir o mediante la protesta pacífica o ante el sistema judicial combaten la imposición de modelos excluyentes, como no lo son ni lo somos quienes levantamos nuestra voz ante la injusticia y la impunidad.
El mejor homenaje que podemos rendir a Charlie Hebdo y al derecho de expresarnos con y en libertad es reconocer los límites entre la expresión libre de ideas y la construcción del cimiento de justificación de la violencia. #JeSuisCharlie.
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