Un hecho lamentable, y más aún si se considera que entre los fallecidos estaba el jefe del Estado Mayor de la Defensa –la máxima autoridad operativa de las fuerzas militares guatemaltecas– así como el General de División responsable de la Quinta Brigada Militar y el Subcomandante del Comando Aéreo Central. Murieron tres altas autoridades del Ejército, así como los jefes de la Comitiva y el Estado Mayor personal del jefe del Estado Mayor de la Defensa; es decir, el aparato más próximo y cercano al Jefe del Estado Mayor de la Defensa.
En un país en el que nos han hecho creer que contamos con un ejército altamente profesionalizado, un accidente de éstos debería disparar los alertas sobre su funcionamiento, pues según las informaciones de la Armada estaban en un viaje de rutina, es decir, no realizaban una acción de emergencia ni mucho menos una operación de combate. Iban, según el ministro de la Defensa, a “hacer supervisiones de rutina” al destacamento de Ixquisis, recién instalado para supuestamente dar protección a la hidroeléctrica Pojom II, propiedad de la empresa San Mateo, S. A. y, al no poder llegar por causa del mal tiempo, decidieron hacerlo en el de Las Palmas, en Nentón, ambos en Huehuetenango. La distancia entre ambos destacamentos es de aproximadamente 32 km, en terreno altamente montañoso y agreste, muy próximos a la frontera con México, totalmente porosa y próxima a la carretera 307 que une, entre otras, las ciudades de Lázaro Cárdenas y Santo Domingo Las Palmas del estado de Chiapas, México. Sin embargo, según la gobernación de Huehuetenango, realizaban un operativo de seguridad en el que por tierra participaban 18 radiopatrullas de la Policía Nacional y, extrañamente ninguna otra aeronave.
Según las informaciones oficiales, el aparato en el que se desplazaban estaba en perfecto estado y había gozado de todas las revisiones necesarias. Además, quien lo pilotaba no era para nada un neófito en el asunto, sino el segundo en el orden de autoridad del Comando Aéreo Central y, en consecuencia, conocedor del funcionamiento del aparato y de los cielos y vientos del país.
Pero resulta que el aparato en el que se movilizaban era un helicóptero Bell 206, supuestamente de 1981, por lo tanto ya bastante usado, el que según algunos testigos no ostentaba los distintivos del Ejército sino pintado de color rojo. Además, otras informaciones sugieren que el aparato no era propiedad del Estado sino que estaba arrendado. Si en tierra, las altas autoridades militares se movilizan con todo un ostentoso aparato de seguridad, resulta extraño que al hacerlo por aire, siendo la cúpula militar, lo hicieran en el mismo vehículo y sin mayor seguridad periférica.
Extraño resulta también que si enfrentaban mal tiempo no hayan intentado tomar la mínima medida de seguridad, como usar sus paracaídas. Resulta también extraño que el piloto, altamente experimentado según el rango y cargo que ocupaba, no hubiese tenido conocimiento de la velocidad y dirección de los vientos con los que se habría de enfrentar, cuando a estas alturas del desarrollo tecnológico cualquier ciudadano puede tener esas informaciones con sólo hacer uso de los informativos sobre el clima que satelitalmente ofrecen las empresas mundiales de información como Google. Más aún, según las propias informaciones del Ministerio de la Defensa, las últimas comunicaciones las hicieron a través de un sistema comerciar de chat, y no por las frecuencias de radio exclusivas del Ejército.
Surgen entonces preguntas más que simples y que el Gobierno de Guatemala está obligado a responder a la ciudadanía pues el hecho ha golpeado duramente a la institución armada, en época de paz pero en una zona en la que el narcotráfico y contrabando se mueven con enorme facilidad y uno de los fallecidos fue vinculado a la desaparición de una gran cantidad de pertrechos de guerra.
¿Era o no urgente e impostergable el viaje que las autoridades estaban realizando? Si lo era, ¿qué tan urgente era como para que tan altos oficiales insistieran en tan temerario viaje? Porque de no serlo, como ha insistido en informar el ministro de la Defensa, el accidente sólo puede ser achacado al voluntarismo y falta de profesionalismo de los implicados, lo que haría dudar de la objetividad y seriedad con la que el actual gobierno ha estado concediendo ascensos y designando autoridades.
El momento no es el mejor para el Ejército de Guatemala, pues la evidente tendencia a militarizar el aparato público que el general Presidente ha impuesto, muy al estilo aranista de los años setenta, ha comenzado a producir en la nueva oficialidad las desconfianzas y descontentos del final del período luquista. La introducción de prácticas militares y la incorporación a las altas esferas del aparato público de ex oficiales sin mayor especialización en el área a dirigir no sólo ha perjudicado al aparato público sino comienza a desprestigiar al Ejército, una de las pocas instituciones en la que la población, al no conocerla en su interioridad, aún le otorga alta confianza.
Guatemala, su ejército y la comunidad internacional esperan que el gobierno sea capaz, al menos por esta vez, de ofrecer informaciones confiables y fidedignas sobre lo que finalmente causó tan extraño y nefasto accidente.
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