«Siento que hablás de mí», le digo.
«Es que hablo de vos».
Regreso y le cuento que tengo esa sensación de ser yo otra vez. En sus palabras, «me siento comprendida» es lo que quería decir. Hoy me doy cuenta de que estuve también acompañada todo este tiempo, sin pedirlo y muchas veces sin quererlo. Huyendo. Nunca estuve sola en el camino hacia el encuentro conmigo misma. Tuve la libertad completa de equivocarme, de herirme, de sobrellevar y de aprender. El amor me acompañó. Lo sé ...
«Siento que hablás de mí», le digo.
«Es que hablo de vos».
Regreso y le cuento que tengo esa sensación de ser yo otra vez. En sus palabras, «me siento comprendida» es lo que quería decir. Hoy me doy cuenta de que estuve también acompañada todo este tiempo, sin pedirlo y muchas veces sin quererlo. Huyendo. Nunca estuve sola en el camino hacia el encuentro conmigo misma. Tuve la libertad completa de equivocarme, de herirme, de sobrellevar y de aprender. El amor me acompañó. Lo sé porque quien te conoce desde pequeña y te ama puede escribir como testigo fiel lo que sigue debajo del primer borrador de una columna que tendrá que esperar.
***
El punto de partida es siempre un punto de llegada. Hay ocasiones en las que creemos que vamos cuando en realidad simplemente recorremos el camino de vuelta. A veces es necesario cuestionar los propios fundamentos, darles la espalda a las más profundas convicciones para, sencillamente, confirmarlas. Creer en algo o en alguien es arriesgarse, saltar al vacío, romper con la aparente comodidad de las certezas aprendidas, creadas o asumidas desde la infinitud de la soledad y los miedos propios. De todas esas formas y colores en que el creer puede tornarse, el amor es el más peligroso porque implica, en su más auténtica adaptación, el ofrecimiento del ser completo. La persona se juega entonces a sí misma, apuesta a todo o nada, prescinde de sus ropas y de sus máscaras frente a la promesa de la felicidad o la posibilidad de la más terrible amargura.
Sea cual sea el desenlace de tomar ese riesgo, siempre será posible y probable el encuentro con uno mismo. Hay entonces dos alternativas: mirarse de frente o escapar. En ambos casos reaccionaremos porque intuiremos las profundidades y los abismos de nuestra interioridad. Percibiremos el vértigo que implica el diálogo con el ser que más amamos y que más odiamos. ¿Un dilema de valentía? Diría que es más bien una cuestión de sobrevivencia. Se pueden pasar los días huyendo, llenando los segundos de ruido, imágenes, placer, diversión o cualquier otra cosa que ofrezca la sutil sensación de estar vivos. O de no estar marchitos al menos. Pero al volver, de nuevo el vacío y el desencanto. La función de luces e ilusiones no dura para siempre. Y siempre hará falta que el siguiente espectáculo sea mejor que el anterior para no decepcionar al asistente.
Puedo optar, no obstante, por el encuentro. Quiero optar hoy por el encuentro. Olvidarme por un instante de lo que esperan de mí y de lo que espero de mí. Adentrarme. Conquistarme. Reconciliarme. Contemplar la inmensidad de la belleza que soy hasta que la limerencia inunde el espacio y el tiempo interior. Aprenderme y asumirme vulnerable, frágil, sensible, fugaz… Renunciar a toda arrogante aspiración de dominio y control sobre las situaciones y las personas, sobre el pasado y sobre el futuro, sobre la verdad, que es lo que es, y no lo que quisiera. Y conquistar la paz. Por fin la paz. Esa que nace de la armonía entre lo que soy, lo que deseo y lo que busco decididamente. La paz inmarcesible.
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