En el marco de la estrategia contrainsurgente en Latinoamérica se utilizó para mitigar el impacto del terror estatal impulsado desde las fuerzas armadas. Las unidades de asuntos civiles o D5 encontraban así su vínculo con las unidades de inteligencia o D2. Aquellas proveían los elementos de contenido en tanto que estas, ya en el terreno, los ejecutaban.
De la mezcla de operaciones de impacto social nace la lógica militarista del manejo y concepto de la seguridad, entendida como una sensación, y no como un estado de bienestar. De ahí que mediante operaciones dirigidas en momentos y lugares oportunos se puede generar la sensación de mayor o menor seguridad. Es jugar con la mente colectiva infundiendo paz o terror, según sea necesario, en las dosis requeridas en función del objetivo trazado.
No hay duda de que los hechos recientes apuntan a desvelar una operación nacida de este ámbito de lógica, promovida por quienes tuvieron dicha formación. El uso de artefactos explosivos a control remoto para atacar un lugar de concentración de personas, como un vehículo de transporte público, tiene como intención acrecentar el impacto del terror.
También evidencia el alto nivel de preparación y la capacidad técnica y operativa de quienes lo ejecutaron. Técnica porque no cualquiera tiene los conocimientos para construir semejante dispositivo. Operativa porque se ha necesitado la obtención de los materiales, su construcción, su transporte y el conocimiento, por vigilancia u observación, del entorno en el cual se hizo explotar. Todo ello es indicativo de que hay una estructura detrás de dicha actuación.
Máxime si se repite la amenaza y se reproduce un hecho ya vivido en 2011 en Ciudad Quetzal, por el que una persona, con previa formación militar, se encuentra en prisión. Es decir, la experiencia previa está en un reo ubicado en un espacio que no controla el Estado, pero que funciona como el feudo de un poderoso y aterrorizante convicto, ya procesado por otros hechos delictivos.
El terror desatado por estas situaciones ha puesto en la mesa dos argumentos esgrimidos tradicionalmente por los amos del autoritarismo y la arbitrariedad: el Ejército debe hacerse cargo de la seguridad ciudadana y la pena de muerte ha de volver a ser aplicada. Solo les falta traer de nuevo el trillado discurso de recuperar Belice y tendrán instalada la trilogía del terror.
Lo preocupante es que, en aras de instalar esta agenda de miedo social, lo hacen con operaciones que han costado vidas de personas. Han cometido asesinatos y han dejado a familias mutiladas y en la desprotección, todo en aras de crear las condiciones que abonen al surgimiento de una política de seguridad contraria al Estado de derecho y nutrida de la arbitrariedad.
Hay muy poca distancia de la consolidación de estos cimientos a la reinstalación de estructuras y grupos al margen de la ley, enfocados a la represión política y social. Es el preámbulo del retorno de los modelos de acción que sembraron dolor en cientos de miles de hogares. Hechos oprobiosos que, pese a su dimensión antihumana, todavía hoy pretenden ser no solo justificados, sino reivindicados como actos de heroísmo.
El desafío para las autoridades en el Ministerio de Gobernación es muy grande. A la vez que esclarecen los hechos de terror en lo inmediato, deben ofrecer garantías de seguridad a la población, ahondar en los orígenes de estos hechos y desmantelar de una vez por todas el poder pervertido de quienes desde las cárceles incuban el terror contra la ciudadanía.
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