Para cuando escribo estas líneas, las elecciones en los Estados Unidos han entrado en la ruta de impugnaciones judiciales anunciada por el todavía presidente Trump aún antes de desconocer los resultados.
A partir de entonces, el titular del Departamento de Justicia, el fiscal general Barr, autorizó a los fiscales a nivel nacional a investigar alegatos específicos sobre posibles irregularidades en los conteos de votos antes de que los resultados de las elecciones sean certificados por las autoridades competentes.
Posteriormente, el secretario Pompeo afirmó en un evento con periodistas que se procederá a una transición tranquila hacia un segundo mandato de Trump. Finalmente, Emily Murphy, la directora de una dependencia que no debería ocupar titulares de prensa con un nombre como Administración de Servicios Generales, se niega a firmar la orden que permitiría ejecutar la transición entre las administraciones Trump y Biden vía la liberación del presupuesto para este proceso.
El lunes pasado, millones de personas miraban con atención un tablero de resultados electorales que se movía con parsimonia. El avance lento de los conteos y el aire enrarecido recordaban la elección del año 2000 en Florida.
Sin embargo, de la descripción de un final de fotografía como ese del que hablaba El País se ha pasado directamente a un escenario feroz en el cual el presidente prácticamente se ha atrincherado. No solo se niega a conceder la victoria, sino que se prepara para una ofensiva final para conservar el cargo, para lo cual llama a sus leales a acompañarlo. Aquí no se puede dejar de sonreír con la malicia de un sudamericano cuando se ven cambios en el ministerio de la defensa. Porque a eso equivalen los despidos en el Pentágono.
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Esto no se trata de un ataque de mala leche por una revisión en el VAR. Estas situaciones en las que nunca se habla del elefante en el salón, como lo sabemos bien en esta región del mundo, comprometen la credibilidad de las instituciones y las debilitan. Vale el símil de conducir a ciegas, sin encender las luces, pisando fuerte el acelerador para introducirse en las sombras, con dirección a un período de turbulencia.
La particular estructura del sistema electoral de los Estados Unidos siempre resucita aquella vieja discusión sobre las ventajas y desventajas del sistema de colegios electorales versus el sistema de votación directa. Sin embargo, la situación actual va mucho más allá de las avalanchas de datos que desorientan a los no iniciados en factores como la importancia meridiana de ganar en Ohio.
Muchos llamados a la calma o a la histeria de parte de ambos bandos pueden esperarse en las próximas semanas, acompañados de un manejo de redes sociales que podrían presentar ya sea verdades alternativas o mentiras a medias.
Mientras la narrativa oficial de cada bando pasa por los ahora clichés de contar los votos legales y la falta de evidencias de fraude, no se puede dejar de pensar que habría sido extremadamente útil la presencia de misiones de observadores internacionales con la capacidad de pronunciarse sobre la pureza del proceso con el respaldo de un conteo rápido o de otra medida de confianza que ayude a salvar el día. En el universo de las contradicciones, los recursos y la tecnología que acompañan esos procesos son usualmente financiados por la cooperación internacional y asistidos por los institutos electorales de los demócratas o de los republicanos.
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