La razón es que las alianzas exigen un Estado que pueda ser garante de grandes inversiones, o sea un “socio” confiable. Cosa que un Estado demasiado famélico como el guatemalteco, cuyos ingresos tributarios rondan el 11% del PIB –los menores en América Latina, exceptuando México–, es incapaz de garantizar. En forma similar a cuando uno solicita un préstamo bancario –que es otorgado previa comprobación de la capacidad de pago de la persona–, los inversionistas solo hacen negocios con socios que puedan responder a la magnitud de la inversión. Si advierten que el socio, el Estado, no podrá cumplir su parte, entonces no hay negocio. Por tanto, el timorato fortalecimiento estatal no es más que una estrategia necesaria para volver realidad los grandes negocios del capital oligárquico.
Asimismo, la influencia de la élite en el gobierno hace previsible que ciertos sectores de esta, como los grandes financistas del PP, reciban ingresos por la asignación de obras y concesiones, de esa forma los aumentos impositivos que recaerán sobre ellos, si es que eso pasa –dado que muchos de ellos gozan de exenciones y exoneraciones–, se verán más que compensados, debido a que lo que pagarán de un lado lo recibirán por el otro. Destacará la renovación de los contratos energéticos, que vencen luego de 20 años, y las autorizaciones conexas a nuevas hidroeléctricas, carboneras y cañeras. Adicional, se encuentra la probable concesión de nuevas áreas petrolíferas y mineras.
Los anteriores serán los posibles beneficios directos, existen otros de carácter indirecto como la orientación del gasto a áreas de su prioridad, siendo este el caso de la seguridad y la defensa que pretenderá controlar los territorios –“defender la propiedad privada de los terroristas-subversivos-narcotraficantes”– y de paso reducir la delincuencia, con esto último ganándose el beneplácito de la denominada “clase media urbana”.
Del mismo modo, es probable que el gasto social se mantenga, aunque reorientado a nutrición, con el propósito de darle respiro al agravamiento de las magras condiciones de vida de la población pobre –aunque la pobreza estadísticamente se mantenga casi igual– derivado de la creciente vulnerabilidad climática y las sempiternas condiciones socioeconómicas y culturales adversas –educación sin pertinencia lingüística y cultural, falta de acceso a tierra y créditos, entre otros.
Finalmente, como guinda al pastel, no debemos olvidar que en caso el gobierno se conduzca por cauces contrarios a los intereses de la élite, está bien puede optar por vulnerar legalmente la reforma a través de los recursos de inconstitucionalidad –tal y como sucedió en tiempos de Alfonso Portillo. De esa forma “tiraría de la cadena” al Estado, “reduciendo al orden” al gobierno.
En suma, se trata de un fortalecimiento financiero “tutelado”, el cual buscaría refuncionalizar los privilegios de la élite a través de un Estado “empresario-desarrollista” al mero estilo de los gobiernos militares de las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX. Un Estado que se preocupa por el “desarrollo” –cuando muestra su cara amable– como medio para lograr impedir la democratización efectiva del país.
Por eso, más allá de que la reforma fiscal sea buena o mala en sí misma, lo que su aprobación evidencia es la debilidad de la denominada “sociedad civil”, que no puede funcionar como contrapeso al poder empresarial. Por tanto, es aquí donde comienzan los desafíos para construir un Estado democrático, que incluya en su seno a los sectores secularmente excluidos –mujeres, pueblos originarios y trabajadores.
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* http://www.plazapublica.com.gt/content/impuestos-esta-vez-si-0
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