El sueño de la integración centroamericana proviene de las élites coloniales, que les han contagiado a las clases urbanas, ladinas y clasemedieras el intento de suturar la fragmentación de lo que antes fue el reino de Guatemala. En tanto, para los pueblos originarios, los Estados lucen ajenos y lejanos —lo indígena no fue incluido en la génesis de la región—. Además, la diversidad cultural existente no es aceptada plenamente en el imaginario político dominante.
En parte, se trata de la relación dialéctica de distintas identidades fraguadas en la dominación colonial y, por lo tanto, en tensión permanente por el monoculturalismo estatal y su visión hegemónica, que plantea la integración no desde la inclusión de la diversidad cultural, sino como el gran mercado de 40 millones de consumidores. Una visión sesgada del desarrollo, basada en el crecimiento económico a partir del extractivismo y la exportación.
Integrar realidades como Nicaragua, Panamá y Costa Rica es el primer obstáculo donde los pueblos indígenas son minoría. En tanto, en el Triángulo Norte, el espacio común es la existencia de añejas oligarquías reacias a la aceptación del otro en condiciones ciudadanas de igualdad. Antes de resolver la integración centroamericana desde esta lógica hay que resolver geográfica y culturalmente la integración interna de realidades diversas y la exclusión política de los pueblos.
Fueron los intereses irreconciliables de las familias y los linajes coloniales dominantes en cada país de Centroamérica los que rompieron la unidad política que estos mismos crearon al momento de la invasión en 1524. Fue el control del comercio internacional, de las tierras despojadas a los pueblos indígenas, de la mano de obra servil, del poder político y de los territorios lo que marcó rupturas y límites territoriales que separaron pueblos y culturas que compartían una cosmovisión basada en el conteo del tiempo, su asociación con el espacio y una especial relación con el cosmos, la naturaleza, la sociedad y el pensamiento.
Quinientos años después, los descendientes coloniales, por medio de sus operadores políticos, intentan, desde el mercado común centroamericano, resucitar la realidad territorial colonial porque así lo exige el mercado mundial, no porque estén interesados en la coexistencia de los pueblos como actores políticos. Detrás de la retórica seductora de la integración de la patria centroamericana se esconden fieros y fuertes intereses irreconciliables que no devienen del pueblo, sino de las élites que han hecho de cada país su finca.
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A raíz de la celebración del Día de los Difuntos, en la región que abarca desde el centro de México hasta parte de Honduras y El Salvador se dio toda una constelación de celebraciones culturales alrededor de un elemento identitario común que engloba lo que se ha conocido como Mesoamérica: el culto a los ancestros y la visión de la muerte como alegría, y no como tragedia. A pesar de diferencias en los rituales, esta visión cosmogónica compartida se asienta en una filosofía, ética, historia y organización socioeconómica que se comparte desde hace miles de años.
De repente es necesario pensar en integrar de nuevo a Mesoamérica en relaciones no solo económicas, sino también culturales, para que esa refundación territorial sea la simiente de una forma diferente de hacer las cosas en la relación global, que demanda compartir y fortalecer identidades y capacidades para enfrentar la globalización, la cual arrasa con soberanías y culturas en pro de la búsqueda de la ganancia, y no del buen vivir.
Mesoamérica puede ser el territorio de la sostenibilidad con el concurso de pueblos que, a pesar de la pobreza colonial, han sobrevivido a los intentos de segregación, integración, exclusión y genocidio. Pensar el desarrollo no solo desde el enfoque del crecimiento, sino desde procesos articulados de economía, política y cultura, generaría un modelo inédito alternativo al neoliberalismo depredador, que con la tendencia de la integración centroamericana amenaza con acabar no solo con los recursos naturales, sino también con la dignidad de los pueblos.
Centroamérica y el sur de México comparten altos niveles de pobreza, exclusión indígena, ingobernabilidad, violencia, flujo de remesas y grandes corrientes migratorias hacia Estados Unidos. Si el intento de integración de Centroamérica es irreversible y orientado a los grandes intereses empresariales, también debemos pensar otro tipo de integración en la base de la pirámide social y que sea complementaria de la primera, de modo que abarque Mesoamérica con un enfoque económico-cultural de etnodesarrollo.
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