Esta fue la genial fórmula que, por medio de ensayo y error, encontraron las élites para competir por el poder sin necesidad de matarse los unos a los otros. Gastarán millones en campañas electorales, pero no perderán su vida en la carrera hacia el trono y la corona. Afortunadamente, dicho puesto en la cúspide de la pirámide social ya no es sancionado por autoridades religiosas, sino por las multitudes, que así se sienten parte importante de una comunidad imaginada que es capaz de gobernarse a sí misma. Se legitima entonces a las autoridades, pero más importante aún es la legitimación de esa construcción política llamada nación.
El rito de las elecciones y el mito de la soberanía popular han sido adoptados por la mayoría de las sociedades en el planeta. Ahora más gente vive bajo regímenes democráticos que en cualquier otro momento de la historia. Los autoritarismos y las teocracias, aunque se niegan a desaparecer, son formas de gobierno cada vez menos comunes y nada aceptadas por el ethos global. La democracia se valora como el resultado de siglos de historia, de evolución sociocultural y de aprendizaje colectivo, pero sobre todo de luchas populares por la expansión de los derechos ciudadanos. Fácilmente vienen a nuestra mente el movimiento por el voto de la mujer o aquel otro en contra de la discriminación racial de jure en el sur de los Estados Unidos hace apenas medio siglo. En Guatemala fue hasta la Revolución de octubre de 1944 cuando se empezó a construir una ciudadanía sin exclusiones, al menos desde el punto de vista de los individuos como poseedores de derechos y obligaciones.
El acto mágico por medio del cual el rito y el mito se sostienen es el voto. Dentro de un pequeño espacio que aísla al ciudadano del resto de la polis, en secreto y solo ante su conciencia —en gran semejanza a ciertos actos religiosos—, el individuo —y no la comunidad— debe transferir su insignificante fracción de poder soberano hacia algún miembro de la élite política. Finalmente, el agregado de todas esas confesiones de fe en un método técnicamente diseñado para la definición de preferencias será lo que decida a quién le toca gobernar. «La mitad más uno de los votos válidos», reza la fórmula mágica en Guatemala. Si ninguno de los candidatos de la élite política obtiene dicho porcentaje, habrá una segunda vuelta para la cual ya no importa que lleguen menos votantes mientras se obligue a que matemáticamente se cumpla con la fórmula, aunque estadísticamente puedan quedar más dudas de una diferencia significativa entre los dos principales competidores, con lo cual nos arriesgamos a un mayor problema de legitimidad en elecciones altamente reñidas, que incluso pueden llevar a la violencia que precisamente se quería evitar.
Cuánta razón y sabiduría en la famosa frase de Winston Churchill que vale la pena repetirnos una y otra vez: «La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, con excepción de todos los demás». Podemos criticarla todo lo que queramos, pero no podemos renegar de dicho sistema de gobierno hasta que no tengamos una mejor alternativa. Lo más atractivo que tiene es el ideal de igualdad, que precisamente se expresa en aquello de una persona, un voto. En principio, en las elecciones nacionales para la presidencia valen lo mismo el voto del más pobre y el del más adinerado, el del analfabeto y el del más educado, el de un hombre y el de una mujer, el de un joven y el de un viejo, el del indígena y el del ladino, el del negro y el del blanco, el del campesino y el del citadino. Todos somos iguales a la hora del conteo. Ese ideal solo se alcanza en ese momento, nunca más en la vida política, mucho menos en la arena económica. Por esto último, tampoco se alcanza frente a la ley. Aunque sea por ese solo instante de igualdad ante el Estado, vale la pena mantener el rito de las elecciones.
Es cierto que los políticos no ganan el voto, sino que lo compran. También es cierto que no asumen el mandato popular, sino que creen poseer un cheque en blanco para hacer lo que se les da la gana y con el visto bueno o la complicidad de los otros miembros de la sociedad política que perdieron en las elecciones, ante el acuerdo tácito de que la alternancia en el poder significa que a la siguiente les toca robar a ellos. Por eso el equilibrio alcanzado por esta élite corrupta que ahora repudiamos ha sido la cooperación para delinquir, aunque compitan de vez en cuando sobre cómo repartirse el botín.
Entiendo y comparto el sentimiento de frustración de quienes dicen: «Bajo estas condiciones no queremos elecciones». Pero sinceramente no veo alternativa. Un gobierno de transición no lo es. Ese era el método de los golpistas, de las juntas militares, de los autoritarismos que tanto ha costado superar. ¿Cuál sería la legitimidad de esa junta provisional de gobierno? ¿Por cuánto tiempo deberá gobernar? ¿En qué momento habrá consenso sobre condiciones ideales para volver a elecciones? Todo esto es lo que resuelven las reglas del juego de la democracia electoral. De esa definición y práctica minimalista debemos partir hacia una democracia más representativa y liberal. Y una vez seguros en ese nuevo peldaño, otros hasta podrán proponer una democracia más participativa y radical. Pero no podemos saltarnos etapas.
No se trata de conservadurismo o de preservar el orden institucional a toda costa, sino de aprender las lecciones de la historia, de respetar a los que lucharon previamente por legarnos esta democracia, con todos sus defectos, y de construir sobre lo que tenemos, no a partir de borrón y cuenta nueva, pues así no funciona la evolución institucional (como tampoco la biológica). Por eso, si alguien no quiere votar, que no lo haga. Si quiere anular su voto como protesta, está en su derecho de expresarlo así. Pero no puede pedir al resto de ciudadanos que renuncien al voto, sea este por convicción, estratégico, ingenuo o vendido. El genial Churchill también decía que «la democracia es la necesidad de doblegarse de vez en cuando a las opiniones de los demás».
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