A pesar de ello, la belleza de la montaña se impone. De lejos, los tonos verdes y cafés contrastan con el azul del cielo límpido y despejado. Me siento como si el tiempo se hubiese detenido. De pronto, entre las casas de adobe y en medio de lugares casi imposibles, emerge por aquí y por allá alguna casa de construcción moderna, imagino que producto de las remesas. Pero esto es aún Totonicapán. No he llegado al centro de mi viaje.
Pasados algunos minutos, de las visiones lejanas paso a las cercanas. A la orilla de la carretera veo a dos mujeres indígenas que llevan sobre sus espaldas unos inmensos cargamentos de leña. Van una detrás de la otra, caminando bajo el sol inclemente, curvadas sus espaldas por el peso, serios sus rostros tostados por el sol. Siento un aguijón en el pecho, un dolor indefinido que me hace avergonzarme de las quejas de mi vida, de las cargas también reales, pero que en ese momento siento ficticias, que a veces siento llevar sobre los hombros. Y en medio de mi egoísmo me siento feliz porque la suerte me deparó nacer en el seno de una familia de clase media urbana, y no en el centro de esas condiciones tan difíciles e inhumanas.
Finalmente, un destacamento militar a la vista. Unos kilómetros más y llego a la cabecera. Es de noche y el tráfico es denso en unas calles estrechísimas. Policías de verde dirigen el tránsito. Cientos de negocios informales llenan las calles aledañas al parque. Como acostumbro hacer en cada lugar al que visito, porque me gusta ver la arquitectura local, voy a la iglesia católica. Hay misa, y por primera vez en mi vida me topo con que no puedo sentarme donde quiero o simplemente quedarme de pie escuchando porque hay una señora que me indica dónde debo acomodarme. Observo rápidamente y encuentro que todos los asistentes están sentados en un orden poco espontáneo y exagerado para mi gusto. Salgo. Imágenes religiosas de la pasión de Cristo circundan los alrededores, y unas tiras de tela moradas y lilas adornan unas cruces en la fuente, que en medio de la iluminación nocturna tienen cierto encanto.
En el recorrido, ya sea de día o de noche, hay una constante: la presencia de policías de negro, quienes están apostados en grupo cada cierto número de calles. ¿Por qué hay tantos policías?, pregunto. «Seguro que es por las fiestas de Semana Santa», me dice la mesera del restaurante donde desayuno. Pero ambas, presupongo, sabemos que es otra la realidad.
Tengo un día para conocer y voy a Zaculéu. Me cobran cinco quetzales por entrar, y a la salida estoy tentada a pedir que me devuelvan el dinero. Este sitio arqueológico, reconstruido por la United Fruit Company, sería la vergüenza de los pueblos prehispánicos, cuyas construcciones arquitectónicas son maravillosas. Allí los templos están torcidos desde su base y hay un graderío mal pintado color blanco hueso de aceite, parece. El repello en los templos y las planchas de cemento están desparramados por todos lados. Salgo lo más pronto que puedo.
Voy a Chiantla. Me gustan el color del pueblo y el olor a corozo en el centro y en las calles aledañas. Para llenar el resto del día, camino unos kilómetros a La Mesilla. Allí la principal atracción visual es la pintura sobre piedras, muros, postes, árboles y vallas que los partidos Líder, UNE y Patriota han realizado como parte de su propaganda. El trayecto se ve entonces colorido por el rojo, el verde y el anaranjado sucesivos, como si fuera una bandera ofensiva que sube y baja al compás de la montaña. Así kilómetro tras kilómetro, de ida y de vuelta, en un espectáculo que hace reflexionar sobre la inversión multimillonaria que implica el gasto de pintura y de infraestructura necesario para no dejar una piedra libre de la propaganda electoral. Si el 2 de mayo es la fecha oficial para que empiece la campaña, lo cierto es que al menos por estos rumbos dichos partidos ya la tienen desde hace tiempo bastante anticipada.
El regreso a la capital es el viaje de vuelta a lo mismo. Vengo un poco más triste y bastante más indignada, eso sí.
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