El esfuerzo de las organizaciones querellantes ha sido un camino muy largo. No por vacíos legales (artículo 376 del Código Penal), sino por inacción por años del Ministerio Público, negativas del Ministerio de la Defensa a entregar documentos, y una sucesión de amparos y otras medidas para obstaculizar la justicia. No se ha tratado de la defensa en el juicio, sino medidas para impedir el juicio.
Como en toda situación controversial, surgen diversos argumentos. Algunos giran en torno a la cuestión de si hubo o no genocidio en Guatemala. Quizá la postura más notable que dice que en Guatemala no hubo genocidio es la del connotado sociólogo Edelberto Torres Rivas, quien tiene conocimientos y un acervo que nada tienen que ver con el fanatismo o la intención de favorecer la impunidad. Sin embargo, hasta el mismo Torres Rivas ha dicho que aunque en su opinión no hubo genocidio, lo que ocurrió fue algo peor. En todo caso, su posición es más “técnica”, una perspectiva científica desde la sociología, no una oposición a que se juzguen los crímenes.
Otros creen que juicios como el de hoy en realidad constituyen el sacrificio de chivos expiatorios como Ríos Montt, quien según ellos fue un hombre de Estado y que lo que hizo fue una necesidad patriótica según las circunstancias y el contexto histórico del inicio de la década de 1980. Estiman que por esta razón, este juicio le hace más daño que bien a nuestro país. Creen que se debería juzgar a los autores materiales de los horrendos crímenes cometidos, pero proteger los intereses de Guatemala en el exterior, y no hacer más daño creando antecedentes jurídicos con los cuales nuestro país quede manchado innecesariamente generando jurisprudencia en la línea que sí hubo genocidio.
Esta argumentación hace pensar y meditar. Sin embargo, aceptarla y seguirla sería aceptar excepciones al principio básico de la justicia que dicta que todos, sin excepción, debemos ser responsables por nuestros actos. No se trata de prejuzgar la culpabilidad de los acusados, sino de la necesidad de juzgarles. Que los acusados gocen de todas las garantías para su legítima defensa, y que tanto la parte acusadora como la defensa cuenten con todos los medios para el debate, sobre todo acceso irrestricto a la documentación relevante para el caso.
Curiosamente, Hollywood produjo un film de altísima calidad y que, créalo o no, aborda el punto central de nuestro debate hoy. Se trata de El Juicio de Núremberg estrenada en 1961, en la que los jueces de uno de los juicios a criminales nazis se ven presionados por los eventos políticos de 1948. Los militares y políticos estadounidenses creen que ante el bloqueo de Berlín, es conveniente un fallo absolutorio con el propósito de ganar el favor de la población alemana ante una eventual confrontación con los soviéticos, en el marco del inicio de la Guerra Fría. Este film plantea magistralmente la disyuntiva entre justicia y patriotismo. Por demás recomendable para quienes todavía se sientan confundidos.
La historia nos provee abundantes ejemplos de las graves consecuencias de anteponer a la justicia supuestos patriotismos o intereses de Estado. Querer ver a las víctimas del genocidio y crímenes de lesa humanidad como un sacrificio “razonable” ante intereses nacionales, o para evitar males mayores, es un error fundamental. La tolerancia a la impunidad no puede ser acotada ni temporal. En este caso, lo único beneficioso para el país es la justicia, la cual sólo podrá quedar servida con el juicio.
Ningún interés nacional o patriótico justifica la impunidad.
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