La encuesta se hizo cara a cara a 501 personas y muestra un margen de error del 3,8%, lo cual quiere decir que es bastante confiable.
Confieso que el dato que más me intrigó fue que un 12% de los entrevistados dijo que los jueces son honrados e independientes, aunque el 33% asegura que los jueces son “honrados, pero no independientes”.
La verdad es que me quedé dándole vueltas al asunto, particularmente porque en el acto de entrega de los resultados se infirió de la información anterior que, entonces, un 45% piensa que los jueces son honrados, aunque no independientes.
Al llegar a la casa, me fui directo a hacer la googleada (del recién inventado verbo googlear) correspondiente. En Wikipedia se define honestidad como una cualidad humana que consiste en comportarse y expresarse con coherencia y sinceridad (decir la verdad), de acuerdo con los valores de verdad y justicia. Deduzco, pues, que la honestidad tiene que ver con la verdad y con la ética. Un honesto es aquella persona que habla con la verdad, o lo que él cree que es la verdad, y actúa en razón de su juicio entre lo bueno y lo malo, entre lo correcto y lo incorrecto.
Después de esta revista filosófica, me regreso de nuevo a los jueces “honestos, pero no independientes”. Advierto que iba con machete en mano, dispuesta a cortar cabezas y demostrar que esa extraña raza de jueces “honestos, pero no independientes”, sencillamente no existía. Porque si dependían de otros poderes (económico, político, mediático), no eran honestos.
Me desinflé en el camino, porque advertí que aunque uno es libre de escoger entre lo bueno y lo malo —y un juez tiene que hacer esto todos los días— esa libertad puede estar limitada por algo o por otros. Por ejemplo, si soy testigo de un robo en la calle. Mi discernimiento me dice que eso es malo y que en consecuencia debo tratar de evitarlo, pero ¿y si los asaltantes me amenazan? ¿Acaso dejo de ser honesta porque callo y no hago nada? Ciertamente, no sólo sigo siendo honesta, sino que, además, soy inteligente porque protegí mi vida.
El argumento puede cambiar si en vez de atentar contra mi vida me ofrecen dinero para callar. En ese caso, vuelvo a caer en el plano de la ética y vuelve a salir la señora honestidad. Si acepto el pisto soy deshonesta. Así de simple.
Entonces, ¿es posible que existan jueces honestos, pero no independientes? Seguramente, todos aquellos que ven amenazada su vida o la de su familia. Pero los que ceden frente al dinero, o a presiones mediáticas o de otro tipo, son deshonestos y punto.
Sin embargo —quién dijo que todo está perdido (como cantaba La Negra)—, es deber del Estado garantizar que esa interferencia de otros sea restringida al mínimo posible, a la mínima expresión. El Estado debe asegurar que los jueces no sean blanco de amenazas, sobornos u otras presiones. Se me ocurren tres elementos básicos: seguridad para ellos y sus familias, buenos salarios y seguridad laboral, y normativas claras que permitan evaluar el desempeño de estos funcionarios y que definan sanciones contundentes.
El asunto es ponerle límites a la deshonestidad.
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