Releyendo algunos artículos y pasajes de libros, pero también observando y sintiendo las palabras que anuncian en las calles la presencia anónima de la rebeldía, bebo una considerable cantidad de tragos de ese fuerte licor que es la historia de este país. La goma es terrible.
Y es que, reafirmo, apenas podemos pensarnos en dignidad y nos cuesta vernos más allá de la lógica y la temporalidad del poder y el capital. La reducida idea de realidad que hoy tenemos, diseñada intencionalmente para ver efectos y no comprender causas, mucho menos para aprehender las formas en que operan y se reproducen el orden y el sistema, se manifiesta de distintas maneras, una de ellas: el olvido.
El 27 de junio recién pasado se cumplieron 57 años del derrocamiento del gobierno del coronel Jacobo Árbenz, quien fuera democráticamente elegido de la misma manera que el Dr. Juan José Arévalo, su predecesor. Recordar ese lamentable hecho no es para vivir anclados en la derrota de un proyecto político nacionalista que generó participación real en los distintos espacios de la sociedad. Es, desde mi reflexión, no olvidar las causas que provocaron —junto a las raíces coloniales, la novelesca trama independentista, el conservadurismo y las dictaduras liberales cafetaleras y militares— gran parte de la violencia y la injusticia que hoy vivimos.
Rememorar esa fecha no es simplemente ahogarse en el lamento creyendo que los sectores retrógrados nacionales y el imperialismo estadounidense enervaron exclusivamente la figura de Árbenz. Significa entender ese momento histórico como parte de un proceso de larga duración en el que se truncó la posibilidad real de independencia. No solamente derrocaron a un presidente, a un hombre íntegro, sino al primer intento de construcción de una nación más justa y modernizada.
Fue detener el avance democrático del quiebre que se dio a la forma finquera del Estado y a la dictadura mediante el levantamiento popular que derrocó en junio de 1944 a Jorge ubico, y en octubre del mismo año a Federico Ponce Vaides, ambos, expresiones políticas y militares del autoritarismo.
A pesar de toda esa violencia desatada contra quienes tuvieron las agallas de desafiar a la dictadura y construir una democracia que tuvo su base en el pueblo, y más aún, contra quienes después de derrocado Árbenz decidieron resistir ante la intromisión del gobierno estadounidense y las barbaridades cometidas por el ejército en contubernio con la oligarquía guatemalteca, mucho de lo que nos compete es rescatar las razones y las formas de lucha para pensarnos y actuar acordes a nuestro momento histórico.
Implica ver que hay caminos que han sido ocultados adrede. Aquellos caminos que fueron construidos para vivir en dignidad. Esos son los que nos toca liberar de esa historia congelada, la misma que, despectivamente, niega la dignidad, la lucha y la entrega de quienes creyeron que podía construirse una sociedad distinta.
Hoy, los discursos de indiferencia expresados al decir que “eso ya pasó”, que “de nada sirve hablar de ello”, que “¿para qué seguir hablando de lo mismo?”, solamente reflejan ese pasado fosilizado. Esa historia convertida en vacío. De lo que no se quiere hablar, ver, leer y recordar para tratar de que no se repita.
Para transformar en el presente nos toca dialogar con nuestras derrotas históricas, pero, sobre todo, con los hombres y mujeres que están vivos y encerrados en la trampa de los discursos oficiales; con procesos y luchas que están encarcelados al interior de figuritas estáticas en los museos; dentro, muy adentro de lo que nos han hecho creer y que no es; ahí, muy en el fondo, donde está la historia viva.
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