El Tío Daniel (tío con mayúscula) concluyó su jornada de vida. Y quiero dedicarle estas líneas porque es mi manera de rendir homenaje a su vida y a la memoria que la huella de esa vida dejó en la mía. Daniel Batres Padilla fue un obrero de la construcción, un albañil que trabajó en la Dirección General de Obras Públicas cuando el Estado construía obra gris sin pagar a intermediarios privados y funcionarios coludidos para robarnos. Varias obras que ahora luce esta ciudad tienen entre sus cimientos, columnas y paredes jornales de trabajo de él y de otros miles de obreros que levantaron esta ciudad.
La disciplina proletaria y el caudal humano que ya traía le forjaron la dignidad y le consolidaron una honradez a toda prueba. Tan solo para contarles una anécdota que ilustra a plenitud esa condición, a finales de los años 90 mi viejita organizó una excursión de hermanos para visitar a uno de ellos que vivía en Mazatenango. Parecían niños de primaria organizándose para irse en la camioneta que los llevaría hasta allá. Mi madre preparó, como buena señora prevenida, un termo con café y panes con frijol para compartir con sus hermanitos. Llevaba vasos, azúcar y una cucharita para mover el café al endulzarlo. Al parecer, el Tío Daniel fue el último en servirse y endulzar su café y, al concluir, como solía hacer con sus herramientas de trabajo, guardó la cucharita en la bolsa de la camisa.
Hicieron el viaje, retornaron y, al llegar a la capital, cada uno fue a su casa. Al día siguiente, a primera hora, alguien tocó el timbre de la casa. Salimos a ver, y era el Tío Daniel, a quien siempre daba gusto ver y recibir. Al encontrarse con mi mamá, estaba sonrojado como un tomate. Le pidió perdón a su hermanita porque se había llevado en la bolsa de la camisa la cucharita de endulzar el café. No llegó la noche del viaje porque mi prima no lo dejó salir de casa, pero en la mañana, a las cinco, cuando amaneció, se le escapó y llegó a la casa a devolver la cucharita. Ese era, ese es el tío que ahora despido.
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Trabajó casi desde niño hasta que ya era un anciano. En su último trabajo formal, como jardinero en el sanatorio El Pilar, debieron pedirle que se retirara porque no quería dejar ese trabajo. Mi madre, orgullosa, asistió al homenaje de despedida que le organizaron en el Centro Español. Él, impecable, con su saco azul, sus zapatos siempre pulcros, agradeció y aceptó retirarse. Para ese momento llevaba más de seis décadas de trabajo continuo. Fácilmente habría podido acumular dos pensiones de retiro por la cantidad de años que laboró.
Andariego de toda la vida, desde la Terminal en la zona 4, a donde lo llevaba el bus desde su casa, caminaba hacia la zona 15 para ir a su trabajo. Cuando falleció el hermano menor, el Tío Tono, también con mayúscula, no quiso esperar a que la prima retornara para que lo llevara al velorio. Se le escapó de noche y caminó de su casa a la funeraria para rendir respetos al hermano. Si pasaba tiempo sin llegar a visitar, cuando lo hacía se disculpaba por no haberlo hecho antes. Para él, la unidad de la familia era su divisa, y a ello dedicó sus últimas palabras.
Como todo un proletario, por supuesto, vivió los logros de la Revolución de Octubre. Asimismo, desde la Contrarrevolución, el sindicalismo fue su espacio para luchar por derechos. Para él, los 10 de mayo y los 20 de octubre no eran de fiesta. Esos días la manifestación era su espacio, y allí nos encontrábamos siempre con una sonrisa de obrero.
Un alma libre, autónoma, independiente, cuando ya no pudo caminar, sabíamos que el fin se acercaba. Y aunque lo esperábamos, no ha dejado de doler esta partida. Sus vecinos, obreros como él, se han organizado y en turnos de cinco van a rendir sus respetos, como él habría hecho con ellos. Gracias por su vida, gracias por su ejemplo, gracias por su cariño. Hasta siempre, Daniel Batres Padilla.
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