La CIDH ha sobrevivido y funcionado con limitaciones y gracias a convenios de donación que sostienen a cerca del 40 % del personal de la entidad. Ante la merma en la cooperación y el cada vez mayor rol de tutela a los derechos humanos en las Américas, la CIDH ha lanzado un pedido a los Estados miembros del sistema.
Creada por la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1968, la CIDH es la cabeza del sistema interamericano de defensa y protección de los derechos humanos. Los Estados adherentes del sistema se han incorporado y sometido a su mandato mediante convenciones y convenios suscritos, los cuales nacen de la presencia en la misma OEA y obligan en materia de sostenimiento, no ahogamiento, de los órganos que la integran.
Bajo el principio de pacta sunt servanda (el pacto obliga), es decir, la norma de buena fe que obliga a todo Estado que suscribe un convenio, los firmantes del tratado relativo a la OEA y a sus organismos, entre ellos la CIDH, deben aportar. Este momento crítico para el sistema de protección de los cientos de millones de personas que habitan los Estados que lo integran puede ser visto como una valiosa oportunidad de rescate del compromiso con los derechos humanos. A partir de cómo respondan al clamor de la CIDH, incluidos su personal y entidades y organizaciones usuarias del mecanismo, los Estados integrantes darán a entender qué tan comprometidos se encuentran con la protección, el respeto y la defensa de los derechos humanos.
Durante el recién concluido proceso de reforma, llevado a cabo mediante la premisa del fortalecimiento del sistema, se planteó en reiteradas oportunidades la necesidad de garantizarle independencia económica. En sendas reuniones del Consejo Permanente, así como de la Asamblea General de la OEA, se habló al respecto de la necesidad de proveer un presupuesto que garantice el funcionamiento del sistema.
Como instancia independiente, integrada por profesionales que se comprometen con los derechos humanos, más allá de toda consideración política, la CIDH ha resultado incómoda para no pocos gobiernos. Intolerantes a la crítica, algunos representantes estatales de turno suelen discutir las resoluciones o los requerimientos de la comisión. De esa cuenta, gobiernos de diversas banderas ideológicas, supuestamente antagónicas, han coincidido entre sí cuando de mermar el alcance de la CIDH se ha tratado. Así, fue visible cómo la Venezuela de Hugo Chávez o el Ecuador de Rafael Correa hacían causa común con la Guatemala de Otto Pérez Molina.
De la boca del representante guatemalteco en la Secretaría de la Paz (Sepaz), Antonio Arenales Forno —ahora embajador ante Uruguay—, la CIDH escuchó de viva voz el rechazo a la jurisdicción del sistema. En audiencias ante la CIDH o ante la Corte Interamericana, Arenales Forno manifestó la incomodidad del Gobierno que representaba con el actuar de la CIDH.
Los informes generales y los informes de país de la comisión han sido orientadores en cuanto a la situación de los derechos humanos. Tanto en el ámbito interamericano en general como en el de Guatemala en particular, son orientadores al respecto de la situación que se debe superar. Cabe decir que estos ven luz pública una vez que han sido revisados y aprobados por los Estados mismos. Es decir, estos no resultan sorprendidos o recibiendo documentos desconocidos. De hecho, devienen en irrefutables en virtud de la investigación realizada por el sistema y de la evidencia planteada ante los Estados.
La CIDH, por lo tanto, debe ser fortalecida en su capacidad de gestión independiente. En aplicación del principio que obliga al cumplimento de los tratados, hoy más que nunca se debe garantizar su funcionamiento. Los Estados, en este caso Guatemala, tienen la palabra: o protegen los derechos humanos o los violan y ahogan el sistema de protección. #SalvemosLaCIDH.
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