El asunto no es baladí. Si la carga tributaria mantiene la tendencia actual, según la cual al final de 2019 caerá por debajo del 10 %, el nuevo gobierno comenzará en 2020 no solo fiscalmente incapaz de realizar las inversiones que se necesitan con tanta urgencia, sino también con problemas para funcionar. Es decir, si no se logra revertir esta tendencia, ninguna (léase bien: ninguna) de las promesas electorales será financieramente viable.
Al verse con problemas financieros graves, el nuevo gobierno seguramente acudirá con desesperación al Congreso a solicitar autorización para un endeudamiento público de emergencia. Pero, como seguramente el Legislativo será controlado por fuerzas opositoras a quien gane la elección presidencial, y quizá por la continuidad del Pacto de Corruptos, de no lograr un acuerdo político (es decir, de no ceder a la extorsión de los corruptos enquistados en el Congreso), incluso tendrá problemas para pagar los salarios de los empleados públicos.
O sea, puede que desde el inicio la nueva administración ya esté condenada a la ingobernabilidad derivada del malestar por el desabastecimiento en hospitales, en escuelas y en la policía, así como por falta de mantenimiento de carreteras y por protestas de empleados públicos que no reciben a tiempo su salario. Si se tuviese más conciencia de esta realidad, quizá no habría tanto entusiasmo por ser presidente de la república ni tantos partidos y candidatos disputándosela. Si no se corrige el problema de la caída de la carga tributaria, puede que quien gane la elección presidencial sea en realidad el gran perdedor político.
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Preocupa, si no es que causa horror, verificar que la mayoría de los candidatos presidenciales no tienen conciencia ni de la magnitud ni de la gravedad de los desafíos fiscales para el nuevo gobierno y se la pasan ofreciendo cosas que no podrán cumplir, incluyendo obras faraónicas imposibles con las cuales, ojalá, ni siquiera engañan al más incauto de los votantes. Quizá motivados por la irresponsabilidad y la estupidez que imperan en las postrimerías del gobierno de Jimmy Morales, se relamen soñando con unas supuestas mieles del poder, cuando en realidad, de resultar ganadores, más temprano que tarde enfrentarán la desagradable realidad de estar al mando de una nave que está cayendo en picada a una crisis fiscal aguda.
Pero subir la carga tributaria no es una cuestión de tecnócratas, sino de políticos. Por la corrupción y el despilfarro de recursos públicos, es inmensa la desconfianza en el Gobierno, el Congreso, el Organismo Judicial y las municipalidades. Sin resultados ni demostraciones claras de corregir el rumbo, la ciudadanía guatemalteca se opone y se opondrá a tributar más, con lo cual se alimentan los círculos viciosos en los que evasores y corruptos continúan de parranda.
Seguramente por su experiencia reciente como ministro de Finanzas Públicas de Jimmy Morales, el candidato presidencial Julio Héctor Estrada advirtió el problema en una entrevista en elPeriódico. No comparto muchas de sus visiones, pero ciertamente me parece que dice la verdad al sentenciar: «Si no logramos resultados visibles, es muy difícil hablar de subir impuestos».
Ignoro qué tanto esta franqueza ayude al candidato Estrada en la salvaje jungla electoral, y quizá precisamente porque las encuestas no lo colocan como favorito es que se da el lujo de advertirlo. Pero, se simpatice o no con él y con sus ideas, me parece que da el ejemplo a sus competidores: en estas elecciones sí tenemos que hablar de elevar la carga tributaria y los desafíos fiscales del nuevo gobierno y, con ello, de curar la desconfianza ciudadana.
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