Cuando aprendió a hablar, me dijo, le recriminó a sus padres haberle puesto semejante nombre teniendo ese apellido pero ahora que ya tenía cinco, casi casi seis, su nombre le gustaba un poco bastante. Pero todavía le enojaba que hablaran de ella en pasado. Ahora supongo que ya no le importa.
Conocí a Una Vez hace unos años en el café en el que trabajaba. El primer día que llegó me pidió un expreso. Yo le dije que a su edad no podía tomar expreso, que mejor tomara una limonada o un jugo. Ella me contestó que ya sabía que no debía y que tampoco quería, pero que quería saber qué clase de persona era. Desde ese día, empezó a aparecerse en el café con frecuencia y, con el pasar de los meses, nos hicimos amigos.
Una Vez tenía el pelo rizado y castaño, los ojos negros y la nariz recta, de ascendencia griega, me dijo. Aunque pensé que no sabía a qué se refería con ‘griega’, me sorprendió aclarándome cuando le pregunté, que Grecia es un país muy muy viejo, abajo y a la derecha de Europa, que antes estaba formado por un montón de ciudades-Estado y que en una de estas ciudades vivió un tal Platón y un tal Aristóteles que fueron los fundadores del pensamiento occidental. Pero me aclaró que de filosofía aún no sabía mucho, que sólo tenía cinco casi casi seis años y que aunque ya era grande no había tenido tiempo aun de leer a los clásicos, pero que ya sabía que iba a ser filósofa pues le gustaba mucho pensar. Además, me dijo sonriendo, con esa nariz no podía ser otra cosa.
Otro día me contó que sus padres vivían a tres cuadras del café pero que la dejaban salir sola. Todavía no había decidido si la dejaban salir solita porque no la querían, y por eso no les importaba que le pasara algo, o porque simplemente estaban locos de remate. Prefería pensar que estaban locos de remate, aunque no estaba segura. Estoy observándolos, me dijo. Me contó, también, que le caían muy muy mal las historias cursis y ridículas, sobretodo las de princesas que esperan a sus príncipes azules y las de niños que se portan mal y les crece la nariz. También le disgustaban muchisisísimo las promesas que hacían los adultos y que nunca cumplían, sobretodo los que ofrecían, con voz chillona y desde unos podios muy altos llenos de pancartas y frases cursis, comprarle helados a todos los niños. Eso son los peores, me dijo.
Varios meses después, un día que el café estaba llenísimo, Una Vez se quedó observando a la gente por bastante tiempo hasta que se volteó y me dijo, este mundo esta re-jodido. ¿Por qué dices eso?, le pregunté. Y me dijo, con una carita de tristeza que no puedo olvidar, que a nadie nadie nadie le había parecido extraño que una niña de cinco casi casi seis años estuviera sentada sola en la barra de un café. Tal vez piensan que eres mi hija, le dije. Tal vez, me contestó, pero estoy casi muy segura que a nadie le importa qué le pasa a los niños. Y eso es muy muy triste. Deberías preocuparte, me dijo. Y tenía razón. Yo le había creído su historia pero nunca averigüé si era cierta. Quizás debí haber indagado sobre sus padres, hablar con ellos, saber más de ella. Sin lugar a dudas me había acostumbrado a su presencia, pero aun así no era común que una niñita anduviera sola por la calle, menos aun tomando limonada en un café. Yo también estoy re-jodido, pensé, pero preferí cambiarle el tema. ¿Has tenido tiempo de leer a los clásicos?, le pregunté recordando nuestra primera conversación. Un poco, me dijo. Ese Platón es muy muy espeso pero me gusta mucho mucho mucho leer sobre Diógenes. Mis conocimientos antiguos eran mínimos y si bien el nombre de Diógenes me sonaba conocido, no tenía la menor idea de quién era realmente. Decidí no preguntar, pues temía, debo admitirlo, que mi ignorancia la hiciera decepcionarse de mí y no volver más al café. Hace calor hoy, ¿no?, le dije para disimular mi vergüenza. No sabes quién fue Diógenes, ¿no es cierto?, me dijo mientras se reía. No importa. Con los años que tienes es normal que hayas olvidado quién es Diógenes. Te lo acabo de decir, este mundo está re-jodido.
Tiempo después conseguí un nuevo trabajo, y aunque a menudo visitaba el café esperando encontrarme con ella, nunca más la volví a ver. El nuevo empleado me afirmó, nunca había visto a una niña en el café. Algunos años pasaron y el recuerdo de Una Vez se fue desvaneciendo poco a poco, hasta que hace unas horas me volví a encontrar con ella en las páginas del periódico. Aunque había crecido un poco, la reconocí por su filosófica nariz. Yacía en medio de un charco de sangre: tres balas en el abdomen, a las cuatro de la tarde, en plena calle, aun sosteniendo un libro en la mano.
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