Lo más probable es que haya sucedido al revés: que procesos sociopolíticos profundos y de larga duración hayan desembocado en la plaza y en los reacomodos de los últimos tiempos. Nada es mecánico, pero, sin descartar que los días de la indignación sean el principio de algo (tal intensidad y comunión de emociones no puede ser inocua), en realidad todo eso quizá sea menos causa que consecuencia.
Una de las transformaciones más infravaloradas que ha experimentado el país en las últimas décadas es la que ha afectado a la concentración del poder. La descentralización política, la sustitución de importaciones, el fin del conflicto armado, la transnacionalización de la economía, los cambios demográficos y los geopolíticos… todo ello ha catapultado a nuevos grupos, antes mínimos o inexistentes, a disputar el terreno del poder a los viejos grupos oligárquicos y al Estado. Hay nuevos empresarios, nuevos políticos, nuevos medios de comunicación, nuevas ongs, nuevos think tanks, nuevas corrientes internacionales, nuevas organizaciones populares y casi nuevas organizaciones políticas y desde luego nuevas o remozadas organizaciones criminales. Quienes antes contemplaban desde altos ventanales sus señoríos panorámicos hoy apenas vislumbran el entorno con perplejidad y sin descifrar del todo sus reglas. Las relaciones entre actores sociales, políticos y económicos son cada vez más complejas. Aunque los desequilibrios de poder son aún manifiestos, ningún grupo de presión acumula ahora tanta capacidad de imponer su propia agenda o su proyecto de país como la que tenían los empresarios organizados y el ejército hace apenas unas décadas. En buena medida, les queda individualmente poco más que fuerza de contención. Son muchos los que tienen el poder de veto. Como en la llegada de los cooperativistas a la Junta Monetaria. Como en los nombramientos del gabinete. Como en la Ley de Desarrollo Rural. Como en la del salario diferenciado. Como en la de Inversión y Empleo. Como en la reforma electoral. Como cuando Villate anunció que atarían de manos al Ministerio Público y a la Cicig. Pero ese poder de veto a veces es insuficiente o entraña un gran desgaste. Como cuando CACIF intentó evitar el paro del 27 de agosto. O como cuando exigió, con éxito, que se anulara la sentencia por genocidio.
Cuando un proyecto avanza es porque ha logrado coordinar un buen número de aspiraciones. Pero en este equilibrio tan precario de intereses, la estabilidad –la gobernabilidad, dirán algunos– es tan improbable como avanzar proyectos maximalistas, porque ambas cosas dependen de coaliciones a menudo difíciles e inopinadas, y cambiantes.
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Y sin embargo, parece un ambiente propicio para que surjan lo que el pensador Nicholas Nassim Taleb llamó cisnes negros: esos sucesos terriblemente improbables que se filtran por las grietas del sistema y sacuden su entorno. Quizá por eso en los últimos años experimentamos varios: Claudia Paz y Paz, el juicio por genocidio, el movimiento encabezado por Claudia Escobar, las protestas ciudadanas, la caída de Baldizón y Pérez y Baldetti, la casi segura coronación de Jimmy Morales, si atendemos simplemente a las encuestas. Propicio también para que un acontecimiento que suma en crisis a algunos actores distorsione el juego y desfigure el tablero. Y en ese sentido se perciben temblores y señales: la liquidación por lavado dinero de un banco hondureño propiedad de una familia oligarca, la investigación abierta en Suecia y Estados Unidos sobre posibles pagos indebidos por parte de Comcel en Guatemala, el juicio y testimonio de Marllory Chacón y quién sabe si en los próximos meses habrá investigaciones del Ministerio y Cicig que arrojen resultados.
En un escenario incierto como este, impredecible como este, en el que es a la vez tan fácil caer presa de los demás grupos y tan difícil alinearlos e interpretarlos, tendrá que nadar el próximo Ejecutivo probablemente inexperto y gobernar, con pericia, la pesada escafandra de un estado famélico y corrupto.
Y en un escenario incierto como este, inestable y lleno de fisuras como este, se filtró y se incardinó el movimiento de indignación y esperanza que barrió durante meses las calles con su oleaje rítmico y espumeante.
Pero si todo esto ha cambiado y en esta constelación de poderes débiles las posibilidades se van abriendo, ¿en qué medida lo ha hecho también la forma en que pensamos y vemos las cosas? Según el Proyecto de Opinión Pública en América Latina, entre 2012 y 2014 creció casi un 7% el número de guatemaltecos que creen que el Estado no tiene que reducir la desigualdad entre ricos y pobres. Un 66.2% piensan que debe hacerlo. La cifra más baja del estudio si se exceptúa EEUU, Venezuela y Panamá. También se profundizaron nuestra pasión autoritaria, nuestro desprecio por la democracia y sus instituciones, y nuestra intolerancia política. Esta última, la séptima más baja del estudio con 47.3 en 2012, cayó 19.8 puntos más en 2014, a 27.5. En 2010 alcanzó el 50.2.
¿Ha cambiado esa tendencia abismal del último lustro repentinamente? ¿Sí? ¿No? ¿Entonces?
¿O será algo más sencillo? ¿Será que es eso lo que representan Jimmy Morales y el FCN Nación mejor que nadie, y Guatemala está de acuerdo? ¿Será que eso somos, después de todo, todavía?